Juan José Cerero
“Se saltó el semáforo y giró a la izquierda. Al doblar la esquina se cruzó con un gato al que no atropelló de milagro. El pie de Rodrigo se hundió en el acelerador y el coche rugió como un gladiador desafiado. Cruzaba la avenida, buscando la ronda de circunvalación. A su lado pasaba, veloz y difuminado, el barrio. Dejó atrás el descampado. Más de veinte años atrás, les dijeron a los vecinos que allí iban a construir un centro de salud y de asistencia social. Pero pasaron los años y también los alcaldes, y el descampado seguía siendo sólo albero y piedras y algunas ramas secas. Como cada noche, unos chavales habían dejado aparcados allí sus coches y bebían alrededor de una fogata. Dejó atrás los nuevos edificios de ladrillo rojo, y un poco más allá las viejas casas bajas. Parecía que estaban allí desde siempre, aunque lo cierto es que la más antigua de todas no tendría más de sesenta años. Las construyeron hombres como su padre y como su abuelo, con sudor y con hambre además de con piedra y hormigón. Durante aquellos años se comió en muchas casas una vez al día, y el resto del dinero se guardó para comprar material para construir, cuando no se robó. El orgullo de los hombres no estaba ya en la cara de los viejos; las paredes de cal brillante se cuartearon y desconcharon tiempo atrás y nadie se molestó en arreglarlas. Las mujeres, sentadas al fresco hasta la hora de dormir, hablaban animadas, y sus maridos las escuchaban en silencio con la cabeza baja o subían la calle hasta la peña, donde tal vez alguien les invitara a una cerveza. Rodrigo metió cuarta y aceleró de nuevo. Mientras esperaba para incorporarse a la autovía, echó un vistazo al pequeño campo de futbito, como lo llamaban allí. Los pocos niños que quedaban en el barrio jugaban en él algunas tardes, y de noche servía como refugio para algunos yonkis, que dormían intranquilos a pesar del último pinchazo. Bajó la ventanilla y escupió.”
El resto en “Rodrigo”.