Revista Historia
Antonio Rodríguez de las Heras estuvo en Zafra el pasado 14 de febrero invitado por el Colectivo Manuel J. Peláez. Transcribo a continuación la presentación que le hice y la acompaño de una fotografía antigua de Antonio (de 1985) realizada por nuestro común amigo, fallecido en 1997, Antonio García.
Una actividad más, la segunda, del ciclo de debates organizado por el Colectivo Manuel Peláez. El mes pasado recibimos a un hombre de teatro y de cultura, Juan Antonio Hormigón. Y hoy está con nosotros un hombre de ciencia y de cultura, ARdH.
Antonio Rodríguez de las Heras es gallego. Catedrático de Historia contemporánea y director del Instituto de Cultura y Tecnología de la Universidad Carlos III de Madrid.
Comenzó su carrera docente en la Universidad de Extremadura donde estuvo desde 1974 a 1992 como profesor de Historia y director del Seminario de Investigación del Conflicto. Fue profesor asociado de La Sorbona y de Paris VIII. Desde 1992 es catedrático de la Universidad Carlos III, donde ha sido también decano de la facultad de Humanidades, Comunicación y Documentación.
Entre otras actividades y responsabilidades, es director del Laboratorio del Centro EducaRed de Formación Avanzada, miembro del Consejo de Dirección de la revista Telos, director del master en Dirección de Empresa Audiovisual, y cofundador de la Asociación internacional de Historia de la Computación. Forma parte de algunos consejos de dirección de masters universitarios, revistas e instituciones educativas.
Es autor de varios libros. Últimamente los escribe sobre todo electrónicos, como Por la orilla del hipertexto y Los estilitas de la sociedad tecnológica. Pero también los tiene de formato más convencional, como Navegar por la información, que le hizo merecedor del premio FUNDESCO de Ensayo en 1990, el que dedicó a la vida de Filiberto Villalobos, ministro republicano de Instrucción Pública -que fue su tesis doctoral-, o Historia y crisis, publicado en Valencia en 1976.
Esta podría ser una sintética y académica ficha de quien hoy nos acompaña. He presentado muchas veces a Antonio. Desde hace más de treinta años he tenido la suerte de presentárselo personalmente a muchos amigos, que están aquí entre nosotros. Y también lo he presentado, en público, en algunos sitios. Sitios bastante raros y ajenos al ámbito universitario al que él pertenece, pero del que se escapa siempre que puede. Sitios que, en cualquier caso, además de expresión de la vida errática que uno lleva son también evidencia de la extrema curiosidad intelectual y humana que él tiene.
Lo he presentado en un pueblo andaluz, en una nave llamada Jehova, y llena de creyentes católicos dispuestos a debatir sobre creencias e increencias; en alguna Escuela de Verano de Renovación Pedagógica; en un pueblo extremeño durante un encuentro de Universidades Populares, aquí, en Zafra, en una sesión del Seminario Humanístico... Y hasta en un Congreso al que pusimos el pomposo nombre de Congreso Internacional de la Sociedad de la Imaginación.
Así que me permitiréis que, además de los datos oficiales que os he comentado, diga también algo más personal. Ya llevo demasiadas presentaciones para ceñirme sólo a formalidades.
Si no fuera excesiva petulancia por mi parte, diría sin arrobo que este señor es mi maestro. Pero aunque él sea historiador y yo también, no me refiero a él exclusivamente como maestro de historia. Lo mío está más cerca de la historia discursiva y a él hace ya mucho tiempo que le interesan otros discursos, más conceptuales. Me refiero a que Antonio me enseñó a pensar. En los últimos días varias personas me han dicho que lo consideran uno de los mejores oradores de España. Creo que es una definición injusta, y no porque piense que haya que ampliar el ámbito territorial donde gobierna su facundia, sino porque eso de la oratoria me parece que no es más que mera técnica y lo suyo, en el fondo, es el método.
Esa, la diferencia entre teoría, método y laboratorio fue de las primeras cosas que nos enseñó en los últimos años de la carrera allá a comienzos de los ochenta. Desde poco antes sus alumnos conocíamos qué era eso de un ordenador gracias a su Seminario de Investigación del Conflicto, donde dos enormes Appel II presidían, para escándalo de algún bienpensante, el trabajo de unos jóvenes historiadores. Después nos enseñó la profunda cientificidad de la historia en el babelismo –según sus palabras- de las ciencias sociales y humanas. Y también la diferencia entre ideología y mentalidad, entre complicación y complejidad, entre poder y autoridad... Y también la estupidez de compartimentar el conocimiento, el necesario mestizaje de cualquier investigación, la importancia de la interdisciplinariedad, la esterilidad de la especialización... Y también la importancia del arte y de la literatura en el trabajo intelectual
Y hasta nos enseñó el poder prospectivo de la historia cuando en clase de historia contemporánea de España, en cuarto de carrera, nos habló de la inevitabilidad de un golpe de Estado dibujándonos gráficos en la pizarra y, en ese mismo momento, pasadas las 6 y 30 de la tarde del 23 de febrero de 1981, una compañera entró nerviosa en el aula diciéndonos que Tejero se había subido, pistola en mano, a la tribuna del Congreso de los Diputados.
Motero, coleccionista de Torres de Babel, interesado en las innovaciones tecnológicas, preocupado por la educación, por los libros, por la fotografía, por la prensa, activo usuario de redes sociales, y frecuentador de estos rincones de comunicación que son las aulas, los salones, los auditorios... En ellos, Antonio siempre es un ejemplo de palabra certera y bien dicha, pero también y sobre todo de pensamiento veraz y solvente en estos tiempos de tanta filfa y artificio. Maestro...