Creo que descubrí a Roger Wolfe (Westerham, Kent, 1962) en la biblioteca pública del pueblo de Collado
Mediano, donde he veraneado tantos veranos de la infancia y la juventud, cuando
tenía unos veintiún años. Allí tenían uno de sus primeros libros: Tiempo
perdido en los transportes públicos. Su poesía directa, ácida y
socarrona, aparentemente prosaica y sencilla, me sedujo desde el comienzo. Que nadie se deje engañar por su nombre y su lugar de nacimiento: Wolfe es un escritor que se ha criado y vivido en España y que escribe con un español muy de la calle.
Después he leído su libro de
poemas Arde Babilonia y la antología El invento. Además del
diario ¡Qué te follen, Nostradamus!, y el libro de relatos Quién
no necesita algo en que apoyarse.
De su obra me sigo quedando con
esa poesía descarnada que posiblemente fue una de las primeras en introducir la
estética –tan imitada después- de Charles Bukowski en nuestra poesía. El otro
día, en la Fnac vi que Wolfe acaba de publicar un primer tomo de una serie de
novelas autobiográficas. Tenía buena pinta el tomo. También sé que la editorial
Huacamano ha publicado un volumen con su poesía completa que imagino que
acabaré leyendo.
Dejo aquí unos poemas de Roger
Wolfe:
Te levantas de la cama y es la guerra
Suena el teléfono. Manolo. Me
comunica
que le han dejado un ojo como un
plato.
En una fiesta —cosas que ocurren,
me dice,
cuando uno se divierte. Algo
que, como ya se sabe, no gusta
demasiado
a la mayoría de la gente.
Que si salgo, me pregunta.
Estoy trabajando. Escribo este
poema,
fumo, escucho a la vecina, que
otra vez
se ha puesto en pie de guerra con
el crío,
la merienda, los tebeos, la
leche. Pienso
que no me importaría nada ser el
personaje
de ese libro que hay sobre la
mesa.
Podría al menos
conocer New York, coger el metro,
disparar
la Browning, romper todos los
dedos de las manos
a aquellos que más odio.
Le digo que no puedo. Me atenazan
el alquiler, las moscas, el
verano,
la ciudad, la gente, los
semáforos.
Pero que si quiere puede pasarse
por mi casa.
Bajaré a por unas latas, hay
tabaco.
Charlaremos.
La verdad, por fin
Todo el día
queriendo redactar este
poema
y ahora no recuerdo
qué se supone
que tenía que decir.
Los buenos escritores
—no hace falta
repetirlo— son aquellos
que saben siempre, exactamente,
cuándo no deben
escribir.
Pero ése
evidentemente
no es mi caso.
Nada de particular
Hundo la cuchara
en la blanda firmeza
del yogur
y me lo como,
lentamente, de pie, a la luz
de la nevera abierta.
Paladeo
su frescor
gratificante,
su suave y precisa
consistencia.
Era el último.
Quizá por eso me
recuerda ese poema
de Carlos Williams, el
poema
en el que habla de las
fresas. O tal vez
fueran ciruelas, no lo
sé. Y constatar así
que, en efecto, no hay
ideas
sino en las cosas. Es
verdad:
en las ciruelas, las
fresas, el yogur
que termino y desecho
en la basura
antes de encaminarme
hacia la cama
sin nada de particular
en la cabeza.
Nada de esto te viene en el manual
La ducha no funciona.
La sartén convierte en
picadillo
lo que se supone que
tenía que ser
nuestra comida. Abro el
grifo
del fregadero
y me quedo con él en la
mano.
El perro está cojo. La
mujer
con la que vivo ha
terminado
de ponerse mala de los
nervios.
El teléfono no deja de
sonar.
(He puesto un
contestador
y no he conseguido
remediar la situación.
Al revés. El que no
sigue llamando
se me presenta
directamente en casa
sin previo aviso.)
Hace ocho meses que
envié
un manuscrito de hace
dos años
a un editor. Me dijo
que me enviaría el
contrato
y un anticipo. Y
todavía
estoy esperando. Tengo
trescientos folios
encima de la mesa
que tendría que haber
tenido listos
para hace dos meses por
lo menos.
Lo que queda
de la cuenta bancaria
está en rojo.
Duermo cuatro horas, si
las duermo,
y aún así no parece
haber manera
de ponerse al día.
(Y acordarme de Balzac
no me sirve de gran
cosa.)
Me duelen los riñones,
la espalda, los ojos, y
me duele
hasta la polla, y eso
que tengo suerte
últimamente
si la consigo usar para
mear.
(Fui al médico y me
preguntó
que cómo me ganaba la
vida.
Garabateando, le dije.
Quince horas de
promedio
delante del ordenador.
Se encogió de hombros y
me dijo
que lo más probable
era que acabara ciego
poco antes de llegar
a los cuarenta.
Luego añadió
que en cuanto a lo otro
no le extrañaría nada
que lo del análisis se
tratara
de un quiste
hidatídico.
Pero que podría
ser peor.)
Y finalmente llego a
casa
y el portero
me comunica
que los del
ayuntamiento están a punto
de declarar en ruina el
edificio.
Y luego suena el
teléfono
una vez más
y un bromista me
pregunta
que si estoy
escribiendo algo últimamente.
Por supuesto, le digo.
Incluso estoy probando
una nueva técnica.
¿Una nueva técnica?
Sí, ¿no la conoces?
Se trata de meterte
un bolígrafo en el culo
y luego hacerte una
paja
sentado encima de un
papel.
No es realmente
nada nuevo.
Pero optimiza el tiempo
que da gusto,
y es catártico, además.
Y aunque no parece
demasiado
convencido
hay una cosa
que sí puedo
garantizar:
con esa clase de
respuestas
te los acabas de quitar
de encima
de una vez por todas.
Juro que no vuelven a
llamar.
En cuanto a las
promesas de inmortalidad
garantizada
que te ofrecen
sacándote en sus papeles,
hace tiempo que dejé de
preocuparme.
A juzgar por las magnas
biografías
de los grandes
personajes de la historia
es más que evidente
que con mis ridículos
avatares cotidianos
no doy la talla ni de
coña.
La última noche de la Tierra
El mirlo de todos los
años ha vuelto a visitar mi casa
y todavía sigo aquí.
Su música no cambia y
eso ya lo he escrito.
Pero mi trabajo es
constatar lo obvio
y eso es lo que el
mirlo me viene a recordar.
El tiempo pasa, la
gente se hace vieja, se muere,
por su propia mano o
con ayuda.
Las palabras van
bajando por el desagüe
de lo que alguien ha
llamado la intrahistoria.
Todo fluye y se pierde,
los ríos en el mar,
el mar en la inmensidad
inabarcable del cosmos,
el cosmos en la nada de
la que no debió salir.
Mientras tanto
tecleamos.
Un sordo tamborileo
contra siglos de muerte programada
y un futuro de certera
incertidumbre.
Un batallón de
patéticos amanuenses del olvido
exigiendo dos camisas
para el camino hacia el patíbulo.
Pero no es el frío el
problema, sino el miedo.
Y es el mirlo, en su
ignorancia, el que sabe la verdad.
Cumple sin la más
mínima estridencia
el ritual que le ha
impuesto la biología.
Luego morirá. Sin
epitafios, como éste,
que se deshagan con una
mueca indiferente
entre las llamas de la
última noche de la Tierra,
cuando nadie entienda
ya ningún significado,
si es que algo tuvo
sentido alguna vez.