Si el poeta Blas de Otero resucitara el día de la huelga general y apareciera en el barrio de Madrid en el que vivió sus últimos años, Rojonia, querría volver a morir al comprobar que sus antiguos vecinos habían abandonado aquellos ideales políticos y sindicales que ayudaron a configurar la España democrática.
En vida de Franco había dos suburbios en Madrid que preveían el éxito de las protestas populares: el Pozo del Tío Raimundo, de los pobres, y Rojonia o Ciudad de los Poetas, cercana a la Universidad Complutenses, habitada por numerosos intelectuales y escritores como Blas de Otero. Rojonia derivaba del nombre de la constructora, Saconia.
El Viejo Blas, sobre el que se hacían canciones y cuyos poemas eran inevitables para los cantautores --Escribo/ en defensa del reino/ del hombre y su justicia. /Pido la paz/ y la palabra—iba en cabeza de en las manifestaciones que sorprendían a la mismísima dictadura.
El poeta bilbaíno (1916-1979) era un paradigma de la España que creía en la reconciliación y en la fuerza de las ideas.
Aún viven en Rojonia muchos de aquellos luchadores, la mayoría antiguos marxistas-leninistas. Por eso, el día de la huelga general, podía estudiarse qué quedaba del espíritu que hace unos años llenaba de entusiastas las convocatorias, sobre todo, de Marcelino Camacho. Por entonces la UGT de Nicolás Redondo era muy poca cosa.
Qué decepción habría sufrido Blas de Otero el miércoles pasado. Su barrio trajinaba lleno de vida, con todo abierto.
Los antiguos luchadores, sentados en el bar Los Olmos, se mostraban decepcionados al ver que los piquetes que aparecían en televisión trataban infructuosamente de paralizar la ciudad.
Ellos, que habían formado cientos de comandos similares durante muchos años, concluían entre cariacontecidos y aliviados que su viejo mundo político-sindical había muerto, lo que exigía otra ronda de cervezas y un brindis por la nueva era.