La adaptación de Romeo y Julieta realizada y dirigida por Alfonso Zurro matiza una nueva dirección para el clásico, engrandeciendo los matices que caracterizan esta icónica tragedia.
Este pasado fin de semana, en el Lope de Vega, pudimos acudir a la representación del clásico entre los clásicos: Romeo y Julieta. La obra estará en el teatro sevillano hasta el 13 de octubre. Ofrece una nueva versión de la famosa tragedia, la cual —junto con la dirección—corren a cargo de Alfonso Zurro y el Teatro Clásico de Sevilla.
La adaptación nos presenta una nueva forma de dirigirnos al texto original, además de demostrar un estudio concienzudo de este, pues matiza sus características primigenias, como la consolidación de un Romeo dulce, cobarde y femenino frente a una Julieta fuerte, valiente, impulsiva, descarada, rebelde, que va madurando a lo largo de la obra. Esta versión nos aleja del romance para presentarnos lo que, a ojos del director, es el gran protagonista de la historia: el odio. Un sentimiento fuerte, en manos del que los personajes son meras marionetas que sirven de excusa para el estadillo del rencor.
El decorado y el vestuario, así como los pequeños detalles que marcan la versión de Zurro, vienen a recalcar la atemporalidad del clásico. Al principio, cuesta situar la época en la que esta adaptación nos muestra a la pareja, una manera de mostrarnos que esta historia podría ocurrir en cualquier lugar y tiempo: la época elegida es la España de finales de los años 30, coincidiendo —o, más bien, provocando— el comienzo de la Guerra Civil. Si bien en la familia Capuleto podemos apreciar claramente la época, en los Montesco la vestimenta nos recuerda a jóvenes burgueses revolucionarios: monárquicos contra republicanos.
Es curioso como la obra se ha apoyado en todo el atrezo—cuidado e intachable— para insistir en ciertos elementos: el aspecto trovadoresco de Romeo; la madurez que va adquiriendo Julieta; la unión entre personajes, sobre todo, entre el ama y la joven; o las despedidas y reencuentros en manos de una pelotita.
El escenario es simple, a la par que elaborado: una plataforma giratoria con tan solo un muro de dos caras, que irá adaptándose a los hechos para referirnos la evolución que torna el odio. El decorado muestra cómo el rencor divide todo lo que encuentra a su paso —también la amistad— hasta unir los opuestos gracias a la muerte, que es, al fin y al cabo, lo único que puede nacer del odio: más odio, más muerte, más destrucción.
El texto muestra un profundo estudio de la obra original. Se aprecia el peso importante de las mujeres: la madre, el ama y Julieta son los personajes más fuertes y valientes, con gran genio y personalidad. Sin embargo, son también las más humilladas y sufridoras. La composición en escena está cuidadosamente coreografiada, y nos retrata imágenes vívidas: el enamoramiento; el miedo de la guerra; o la fotografía de la familia Capuleto, en la que tres mujeres temen a un solo hombre, el padre. Además, hay un perfecto equilibro de tensiones, entre, por ejemplo, la pesadez que imprime la empalagosa personalidad de Romeo —aliviada por Ángel Palacios, el actor que lo interpreta fielmente— y sus amigos Mercucio y Benvolio, quienes aportan agilidad y comedia. Encontramos asimismo guiños a la época del texto original, al swing, a los bandos: “¿no podemos gritar Viva la República?”.
Chirría la identificación de los padres Capuletos como los malos del conflicto, un detalle algo maniqueísta que no aporta nada a la historia. La obra se aleja del verso shakesperiano para introducirnos más en las intenciones de los personajes y para centrar nuestra atención en el odio que crece y lo destruye todo. Para ello, Alfonso Zurro utiliza, entre otros, el recurso de recortar el final original —en el cual las familias enemigas se daban cuenta del horror que había causado su enemistad— para dejarnos con una sensación dura y real.
«Todos somos víctimas del odio: estamos muertos”.
La actuación de los protagonistas es bastante acertada, aunque los actores secundarios brillan durante toda la representación, destacando la naturalidad de Santi Rivera (Mercucio) y el impecable trabajo de Manuel Monteagudo (Fray Lorenzo) y Amparo Marín (el Ama). Igualmente, cabe resaltar lo acertado en la elección del sonido (Jasio Velasco) y la iluminación (Florencio Ortiz), lo que nos demuestra la ya comentada unión de todos los elementos para potenciar los significados que se desean transmitir, un ejercicio de dirección y visión —y, por supuesto, de trabajo en equipo— que sobresale notoriamente.
Alfonso Zurro logra que el espectador se emocione. Pero, sobre todo, que reflexione con un clásico que, si bien podría parecernos manido, aún tiene mucho que expresar.
Fotografía de Luis Castilla, del instagram oficial de la obra.
Romeo Ángel Palacios. Julieta Lara Grados. Fray Lorenzo, Criado Manuel Monteagudo. Capuleto Antonio Campos. Señora Capuleto Rebeca Torres. Ama Amparo Marín. Paris, Tebaldo Jose Luis Bustillo. Mercucio, Curandero Santi Rivera. Benvolio Luis Alberto Domínguez.
Versión y Dirección Escénica Alfonso Zurro (ADE). Producción Noelia Diez y Juan Motilla. Escenografía Curt Allen Wilmer con EstudioDeDos (AAPEE). Vestuario Carmen de Giles, Flores de Giles. Iluminación Florencio Ortiz (AAI). Música, Espacio Sonoro Jasio Velasco. Realización de Escenografía Readest. Maquillaje y Peluquería Manolo Cortés. Equipo Técnico Tito Tenorio, Antonio Villar, Enrique Galera. Ayudante de Dirección Verónica Rodríguez. Ayudante de Escenografía Eufrasio Lucena (AAPEE). Comunicación Noelia Diez. Distribución Noelia Diez.
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