No todos hemos tenido una vida cómoda y sencilla. En medio de precarios lazos familiares me hice lector prematuro, en primer lugar gracias a la paciencia de mi abuelo, un modesto agricultor quien pese a solo haber cursado hasta el tercero de primaria, sabía leer y escribir muy bien, y siempre que podía, me animaba a estudiar para ser algún día un hombre de provecho. En ocasiones, me mostraba orgulloso su impresionante colección de Almanques Bristol, en cuyo contenido variado, a parte aparecer publicidad de jabones y esencias, traía en su cortas páginas, caricaturas con diálogos inteligentes, refranes, dichos populares, referencias astrológicas, el calendario litúrgico católico, fases de la luna útiles para la agricultura y la pesca, tragicomedias en 8 cuadros, epigramas y poemas. Mi abuelo no era precisamente un varón religioso, pero sí era muy supersticioso y se deleitaba serenamente cuando le leia en voz alta algunos versículos de la Biblia. De alguna forma, encontrábamos coherencia en esos párrafos, los cuáles nos hacían imaginar, esperanzados, que Dios, Jesucristo, su Palabra, tenía la solución para los sufrimientos del mundo, y por supuesto, para nosotros. Él, un anciano enfermo y solitario, y yo, un problematico niño sin papá ni mamá. Llegó un momento en que mi abuelo, ya con muchos años encima y con las secuelas de una meningitis que lo atacó de joven, me reveló en íntima confianza que estaba muy asustado. ¿Por qué tienes miedo papito?, le pregunté. -Porque en mi mente se ha hecho realidad esa escena cataclísmica que los predicadores describen como el Apocalípsis, la Segunda Venida de Cristo, el Fin de los Tiempos-. Creo que él se sentía pecador e impuro y pensaba que, llegado ese día, a él le iba a tocar sufrir. Yo recuerdo muy bien aquellos inquietantes afiches adventistas que graficaban aquella profecía bíblica pegados en las paredes de varias viviendas. Una tarde, cuando no había nadie en la ramadón de mi casa, acercando una mesa hacia la pared, más un banquito para ir más arriba, me dispuse a arrancar aquel afiche de marras que le hacía tanto daño a mi abuelito. Inclusive para mí en ese momento, no cabía duda de que ese era "el fin del mundo" que esperábamos. Pero no me importaba, yo quería que mi abuelito ya no pensara más en eso.