Mientras tomaba café en El Capri, recibí una llamada de un número desconocido. De un número terminado en setenta y siete, los mismos años que tenía mi abuelo cuando falleció allá por el 1985. Me dijo que se llamaba Joaquín, el representante de una editorial de renombre afincada en Madrid. Lector de mi blog desde hace varios años, quería saber si estaba interesado en publicar un nuevo libro. Le dije que no. Que, de momento, no entraba dentro de mis planes. Mientras hablaba con él, llegó Braulio, un viejo conocido de la barra. Banquero de profesión, siempre ha sentido una gran pasión por el periodismo. Hablamos, largo y tendido, sobre el coronavirus. De frente despoblada, me contaba que un cliente suyo lo estaba pasando fatal por la muerte de su madre. El bicho, al parecer, se la llevó por delante en cosa de dos semanas. Lo peor, me decía, fue la impotencia de querer y no disfrutar de ella durante su despedida.
Todas las tardes, a eso de las ocho. El cliente de Braulio se desplazaba hasta el hospital. Su madre estaba ingresada, en la tercera planta, en una habitación con vistas a la calle. Sentado en el bordillo de la acera, con bufanda y guantes de lana, se tiraba un par de horas mirando a la ventana. Los primeros días, él enviaba un wasap a su madre: "mamá estoy aquí, asómate". Y la mujer se asomaba. Desde abajo, le levantaba el brazo para saludarla. Y tras el reconocimiento mutuo, los dos se miraban desde la frialdad de la distancia. Se miraban en silencio, con indignación e impotencia. Tanto que no necesitaban hablar para comunicar sus mensajes. A eso de las diez, el cliente de Braulio arrancaba su coche y se volvía a casa. Ducha, cena, un poco de telebasura y a dormir que, como dicen por ahí: "mañana será otro día". Los últimos días, su madre ya no se podía levantar. Aún así, el iba a la acera. Se sentaba en el bordillo y soñaba con ver su silueta tras la penumbra de la cortina.
La última tarde, me contaba Braulio, llovía a cántaros. Y ahí estaba él, sentado en el bordillo de la acera mirando a la ventana. Las sombras de las enfermeras iban y venían. A las diez de la noche, por primera vez, se apagó la luz de la habitación. El maldito Covid se la llevó. Se la llevó sin piedad. Sin un puñetero adiós. Sin un abrazo, sin una conversación. Sin el calor del hijo, del hermano, del amigo. El agua de la lluvia se entremezclaba con el llanto amargo del cliente de Braulio. Era un llanto desgarrador. Un llanto sin consuelo. Y un llanto solitario. Solo en el bordillo sacó el móvil y miró el wasap. Leyó, las conversaciones que tuvo, esas dos semanas, con su madre. Leyó sus "buenas noches", sus consejos y su ganas de vivir. Miró unos minutos a la ventana. Arrancó el coche y se fue. De camino a casa, puso "", una vieja canción de Duncan Dhu. La misma que le dedicó a su madre cuando cumplió sesenta y tres.