"Hay un aspecto de la locura que rara vez se menciona en la narrativa porque perjudicaría la extendida imagen romántica que se tiene del loco como una persona cuyo discurso tiene un evidente y atractivo matiz poético; [...]. Muy pocas pacientes de las que deambulaban por la sala polivalente habrían cumplido los requisitos para ser heroínas aceptables según el gusto popular; muy pocas eran excéntricas desinhibidas y adorables. La masa provocaba sobre todo irritación, hostilidad e impaciencia. Su conducta constituía una afrenta, producía malestar; lloraban y gemían; se peleaban y se quejaban. Eran verdaderos incordios, y como tales había que tratarlas. Se olvidaba que también ellas eran poseedoras de una valiosa humanidad que precisaba atención y afecto, que de su miserable y desbordante realidad podía destilarse una pizca de esencia poética".
Como tales las trataban. Como a verdaderos incordios. Las enfermeras las hostigaban por divertimento y las azuzaban para que se pelearan entre sí cual si con animales silvestres estuvieran tratando. El instinto cuidador y la vocación profesional habían quedado sepultados bajo maratonianas jornadas de trabajo y bajo la impotencia causada por heridas invisibles para las que no había vendas materiales que poder aplicar. Los médicos lidiaban con "el agotamiento y la confusión que suponía intentar, día y noche, resolver el problema humano que nunca le enseñaron en clase de matemáticas: si mil mujeres dependen de un médico y medio, cuánto tiempo debe dedicarse a cada paciente en un año", pero tampoco podían evitar beber "en una taza especial que llevaba un cordel rojo amarrado al asa como todas las tazas del personal para distinguirlas de las de los pacientes, y prevenir así el contagio de enfermedades como el aburrimiento la soledad el autoritarismo". Son los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, "pese a la adopción gradual de la "nueva" actitud, todavía prevalecía la idea de que la enfermedad mental era una forma de travesura infantil que podía curarse en un entorno victoriano, con la persuasión de un discurso severo y literatura edificante".
Es 1961 cuando Istina Mavet narra su experiencia como interna de varios hospitales psiquiátricos durante ocho años. "Escribiré sobre aquella temporada de peligros", nos cuenta. "Me encerraron en un hospital porque se había abierto un gran abismo en el témpano de hielo entre yo misma y los demás, [...]. Yo estaba sola en el hielo. Llegó una ventisca y me sentí entumecida, y quise tumbarme y dormir, y eso habría hecho de no haber aparecido los extraños con tijeras y bolsas de tela llenas de piojos y frascos de veneno con etiqueta roja, y otros peligros en los que no había reparado antes [...]. Y los extraños, sin pronunciar palabra, levantaron tiendas de lona circulares y acamparon conmigo y me rodearon con su mercancía peligrosa".
Es entre la década de los cuarenta y cincuenta que Istina desciende en la vorágine de las instituciones mentales. Ese marco temporal no lo ofrece ella ni lo leo en este libro que os traigo hoy. Eso lo sé yo, que sé que esos fueron los años en los que Janet Frame vivió sus propio vía crucis en los hospitales mentales en los que estuvo internada, diagnosticada de esquizofrenia y des-diagnosticada años después.
Es 1961 cuando Janet Frame escribe Rostros en el agua. "Aunque este libro se ha escrito en forma de documental", advierte al lector antes del inicio de la novela, "se trata de una obra de ficción. Ninguno de sus personajes, incluido el de Istina Mavet, representa a una persona de carne y hueso". Y yo la creo, cómo no. La creo porque me creo todo lo que me dice Janet Frame sea verdad o mentira, sea realidad o ficción. La creo porque estoy firmemente convencida de que ni toda realidad es verdad ni necesariamente toda ficción ha de ser mentira.
Pero yo conozco a Janet. Os hablé de mi adoración por ella aquí. Ahora es ella misma quien me presenta a Istina. Istina me cuenta lo que no me contó Janet, pero Istina también comparte cosas con su creadora. Ambas daban clases a niños antes de que se abriera ante ellas el abismo del hielo y aparecieran los extraños. Ambas recuerdan como escondían avergonzadas las compresas cuando tenían el período. Istina fue interna de Cliffhaven; Janet de Seacliff. Las dos mencionan que el tren tenía allí parada y cómo los pasajeros -ellas mismas cuando ni imaginaban que alguna vez terminarían allí- observaban con curiosidad malsana desde el interior. Istina hace alusión a un incendio que hubo en el Cliffhaven ficticio un año antes de que ella ingresara allí por primera vez. El Seacliff real del que fue interna Janet sufrió un incendio en 1942, aunque esto no fue exactamente un año antes de que la escritora llegara a él por primera vez. Las dos comparten el gusto por dulces como caramelos y bombones (cómo no recordar la cariada dentadura de Janet Frame y lo mucho que la atormentaba y avergonzaba), algo que en Rostros en el agua parece ser común a las internas en general, y se flagelan internamente cuando se desvían ante la mirada de los demás de lo que ha de ser una buena chica. Cuando son recogidas en casa de su hermana, con familia propia, ambas se sienten extrañas y ajenas y vuelven a percibir la realidad del abismo de hielo. También queda patente la pasión de ambas por la lectura, aunque ese placer le sería negado a Istina, pues "era una paciente y, por tanto, no era digna de confianza; era una niña y no entendería el contenido, el significado esencial de los libros". Y, curiosamente, cuando a ambas se les intenta vender las bondades de la lobotomía, a las dos se les habla de una paciente a la que sometieron a dicha operación (o aberración) y que después consiguió reingresar a la vida normal y trabajar en una tienda de sombreros.
Detalles. Los anteriores son detalles. Me recuerdan a cosas que Janet me contó de sí misma, pero tienen nimia importancia en el relato de Istina. La narración de esta se circunscribe a su día a día como paciente de una institución mental (exactamente lo que Janet me negó en Un ángel en mi mesa). No hay explicaciones acerca de por qué sale o por qué entra. Cliffhaven y Treecroft -los dos hospitales en los que trascurre esta novela- son universos propios sin lazos con el exterior más allá de los pocos visitantes cuyos "semblantes expresaban miedo, soledad, exasperación, resignación, lástima; si se miraba de visitante a paciente, no se sabía de inmediato quién era quién", y eso quien tenía la suerte de aún recibir visitas y no haber sido, por tanto, abandonada por completo. La narración, tal y como la propia autora nos ha advertido, es documental. De hecho, con el trascurso de las páginas corre el riesgo de estancarse, aunque pronto la mágica y lúcida capacidad introspectiva de Istina Mavet corre al rescate para que esto no suceda así.
Istina es parte de esa masa que provoca irritación, hostilidad e impaciencia, de esa masa de la que tan fácil es olvidar la humanidad que alberga. Solo que Istina, alter ego de Janet Frame, es capaz de destilar la esencia poética de esa miserable y desbordante realidad. Y es que, por muy fascinante que encontremos la vida de Janet Frame, por muy complicado que nos resulte disociarla de su obra literaria, no debemos olvidar lo grandísima escritora que fue la neozelandesa, su maravillosa capacidad de introspección y las potentes imágenes que conseguía crear con las palabras. No puedo por ello dejar de lamentar lo poco que se la ha traducido al español.
Me acuerdo de Sylvia Plath. Me acuerdo de algunas cosas que me contó en su novela semi autobiográfica La campana de cristal y en unos pocos de los relatos reunidos en La caja de los deseos -tales como Johnny Pánico y la biblia de los sueños y Lenguas de piedra-, que, a mi sentir, la hermanan con Janet Frame. La estadounidense fue enferma y también interna psiquiátrica en la época de los tratamientos de insulina, de "la terapia por electroshock, el nuevo y moderno método para calmar a la gente y hacer que entendiera que las órdenes están para obedecerse y que los suelos deben pulirse sin protestar y que las caras se han hecho para lucir sonrisas congeladas y que llorar es un crimen", en la época en la que caía sobre los enfermos mentales la amenaza de ese otro nuevo y moderno método que era la lobotomía, esa amenaza que pendió sobre la mismísima Janet Frame y que hacía sufrir a Istina Mavet al pensar: "Me despertaré y no tendré control alguno sobre mi persona. He visto a otras, cómo mojan la cama, cómo lucen unos rostros inexpresivos y flojos, bien abastecidos de sonrisas irreales para las que no hay una demanda real. Me "reeducarán": esa es la palabra que se usa para los casos de leucotomía. Rehabilitada. Reparada, con la mente tallada y adaptada a la manera en que funciona el mundo". Rehabilitada como una muñeca hueca para encajar en ese mundo en el que Istina no encaja. Planean hacerlo por su bien. Ignoran que ""por tu propio bien" es un argumento convincente que puede acabar por hacer que el género humano acceda a su propia destrucción".
El miedo es una constante en el relato de Istina Mavet. Miedo a que no le sirvan el desayuno esa mañana porque eso significa que le espera sesión de electroshock. Miedo a que la sometan a la lobotomía y la desprendan de su identidad. Miedo a que la cambien de pabellón y la ingresen con las locas de verdad. Miedo a regresar al pabellón anterior porque al menos "en el Pabellón Dos nadie se sorprendía ante el comportamiento de las demás, ni ante sus palabras o sus silencios, pues eran derechos naturales de la gente, como las tradiciones de tierras extranjeras. Pero aquí parecía que las pacientes te estuvieran juzgando, que hicieran gala del doloroso y civilizado deleite que forma una costra protectora sobre el profundo oleaje de los sentimientos individuales". Miedo a ir descendiendo en el escalafón de las instituciones mentales hasta perderse irremediablemente, hasta ser olvidada, inhabilitada para el rescate, etiquetada como habitante permanente del hospital sin esperanza de salir nunca más. Leo, leo y leo y nado en un mar de almas perdidas en el que la deshumanización y la pérdida de identidad son como aguas fangosas que impregnan los restos de un naufragio. No puedo evitar preguntarme cuánta de esa alienación es en sí intrínseca a la enfermedad mental y cuánta se debe a un lugar que huele "a orina rancia mezclada con sufrimiento, pues no se trataba del hedor inocente de un bebé que aún no ha aprendido a controlarse, sino del olor adulto preservado y paria de quien ha sabido hacerlo y se ha visto privado de ese saber; olor a cera rancia, a paja y a polvo de paja, a falta de sol; olor a rincones, a una puerta de madera contra la que habían arremetido a patadas y puñetazos durante setenta años".
"Y yo quería estar sola; apartada de aquellas personas ruidosas y chillonas y del triste espectáculo de su comportamiento y de sus identidades menguantes que acababan por desaparecer. Al fin y al cabo, quienes estaban en la sala polivalente "sucia" eran meros apodos, como la gente de la Casa del Jardín. Estaba Tilly, que vivía y se movía siempre en una postura encorvada, que jamás hablaba pero comía con avidez; le brillaban los ojos con un fuego secreto, la nariz le llegaba casi hasta la barbilla y le daba un aspecto de bruja. ¿Dónde estaba la Tilly de antes, la madre de tres hijos? ¿Cómo puede la gente desaparecer sin dejar rastro y seguir en carne y hueso ante tus ojos? Y te dejaba asombrada que te dijeran que Lorna había sido antaño una mujer culta e inteligente. ¿Qué clase de escombros de enfermedad inamovibles habían caído del cielo para cubrir el paisaje humano corriente y sumirlo en ese invierno perpetuo? ¿Qué cruel nevada que nunca se fundiría y dejaría florecer las ideas, y a los sentimientos construirse con los palos y la paja del contacto humano recogidos tan lejos de allí? ¿Y dónde estaban las máquinas quitanieves que intentaban despejar un camino en los parajes enterrados?
Y tú, sol gratuito, cursi y cliché, que abrigas cual manto rojo los lugares congelados, los capullos dormidos, sé que hay riñas por compartir tus rayos, pero baja de una vez a través de la nieve y la roca y las sombras atrapadas.
Y a veces pillabas por casualidad una expresión humana en los rostros de Tilly o Lorna o las demás, pero no había manera de capturarla; te sentías como un pescador que distingue la forma ondulante de un pez arcoíris que morirá seguro si se queda en las aguas fétidas. ¿Cómo atraparlo sin hacerle daño? Pero las ondas de la humanidad pueden asumir forma de protesta, de depresión, de euforia, de violencia; es más fácil atontar al precioso pez con una dosis de electricidad que tratarlo con cuidado y trasladarlo a un estanque donde pueda desarrollarse bien. Y podemos pasar muchas horas y muchos años esperando a que pique la identidad humana, sentados a salvo en nuestro propio bote en medio del agua estancada e intentando no ser presas del pánico cuando la ansiada onda casi vuelque la embarcación".
No obstante todo lo anterior, no hay que olvidar que fue precisamente el miedo lo que llevó a Istina a verse encerrada en un hospital mental. Pugna así entre dos miedos y, cual balanza ciega más de la injusticia que de la justicia, no alcanza a descifrar cuál pesa más. "Soñaba con el mundo porque parecía lo establecido, porque no soportaba enfrentarme a la idea de que no todos los presos soñaran con la libertad; la mera perspectiva del mundo me aterrorizaba: una ciénaga de desesperación violencia muerte con una fina capa de cristal cubriendo la superficie y por donde el Amor, un cangrejo diminuto con pinzas y caparazón irisado, caminaba con delicadeza, siempre de lado, pero sin llegar a ninguna parte". El desamparo de Istina Mavet es total. Queda patente página tras página de esta novela. El desamparo que se desprende de Un ángel en mi mesa, la autobiografía de Janet Frame, me traspasó y aún me mantiene encogida. El desamparo es uno de los sentimientos que mejor sabe transmitir la escritora neozelandesa.
Sin olvidar lo incomprensible que me resultan las aguas abisales de la enfermedad mental -y sin ignorar tampoco que en aquellos años no era extraño que estuvieran internadas en psiquiátricos personas sin enfermedad mental alguna-, no deja de perturbarme, a la par que maravillarme, lo reconocibles que son para mí los sentimientos manifestados en esta novela. Cierto es que su protagonista y narradora está fuertemente inspirada por la experiencia vital de su autora y que esta nunca debió ser internada en un psiquiátrico (y que, sinceramente, no sé cómo ese internamiento no terminó por volverla loca), pero no es menos cierto que las obras que tienen como sustrato la enfermedad mental que he leído de la ya mencionada en esta reseña Sylvia Plath, quien sí sufrió enfermedad mental, me han dejado la misma sensación.
A Istina ese mundo exterior allende los muros de un psiquiátrico le queda grande. Quién no se ha sentido alguna vez pequeño, desvalido, paralizado, incompetente para lidiar con un mundo que a veces se nos vuelve extraño, confuso, cruel, sombrío, amenazador. "Vivir se parece mucho a uno de esos juegos de infancia en los que no paras de cerrar los ojos porque esperas que al abrirlos todo haya cambiado". Pero nada cambia. "El mundo entero era un mundo de ensueño donde la gente despertaba, trabajaba, amaba y dormía, libre, tan llena de vida como un yoyó hasta que el cordón se enrolla y tira de ellos para encerrarlos una vez más en la prisión de su perplejidad. En la penumbra de la carpa de feria de colores chillones que son sus días, sus corazones se llenan de un temor frío cuando ven cómo el siniestro mago afloja unas cadenas que ellos siempre han deseado que les ciñan a su propio ser. Porque ahora están separados y no pueden escapar del ser dominante que llevan dentro, como un niño que quiere jugar al escondite, pero no se atreve a salir de su "madriguera" por temor a que lo atrapen y quede en evidencia, ante sí mismo y los demás, como el culpable, el criminal". Son, por tanto, preferibles las cadenas, la horca de la cuerda del yoyó, asemejarse a esos "retazos gigantescos de color a los que les faltan extremidades y les han arrancado partes de la mente para encajarlas en el contorno de la plantilla para dibujar". Itsina Mavet cuenta de su experiencia en uno de los pabellones que, "aunque yo era capaz de mantener lo que considero una conversación "sensata", había poca gente con la que hablar, y al abordar a alguien era necesario adoptar un disfraz mental similar al suyo, como esos soldados que lucen ramas en el casco para estar en armonía con la vegetación circundante y no despertar las sospechas del enemigo. Pero", continúa, "¿no son esas acaso las tácticas que todos utilizan cuando intentan emerger de sí mismos y enzarzarse en los peligros de la comunicación humana?" ¿No recurrimos todos a ellas más veces de las que desearíamos reconocer? "La conversación es el muro que levantamos entre nosotros y los demás, demasiado a menudo con palabras manidas como botellas viejas y rotas que, incrustadas en dicho muro, reflejan los rayos de sol y se confunden con joyas".
Me pregunto -como ya me pregunté a raíz de mi lectura de La campana de cristal - qué es lo que traza esa línea invisible que separa a los que saben ponerse la máscara de la sonrisa falsa y seguir caminando de aquellos otros de mueca congelada que se pierden para siempre, qué es lo que alza ese muro que aísla y aliena aún más al enfermo mental y que nos hace sentir al resto ingenuamente diferentes y a salvo, qué es lo que hace que uno se mantenga en el precario equilibrio de la cordura mientras que otros quedan fuera de juego. Y me maravilla que ese otro muro que es la conversación y que tantas veces se alía con la sonrisa falsa, ese muro que pensamos nos mantiene a salvo pero que sin embargo nos asola demasiado a menudo con la incomunicación, esté construido con los mismos ladrillos y argamasa, con las mismas letras y palabras con las que Janet Frame derriba los muros de Cliffhaven y Treecroft trenzando lazos entre los mundos propios de esas instituciones mentales y ese otro universo que solemos dar por único y verdadero, permitiéndonos así vivir no sé si el castigo, la pesadilla o el privilegio de asomarnos al espejo, vislumbrar el reflejo, detectar en el agua un rostro demasiado parecido al nuestro, quizás, por qué negarlo, el que bien sabemos propio.
"Escuchándola, experimentabas una profunda inquietud, como si hubieras eludido una responsabilidad urgente, como alguien que, al caminar de noche por la ribera de un río, vislumbra la imagen de una cara blanca o una extremidad moviéndose en el agua, y se da la vuelta y se aleja rápidamente, negándose a ayudar o ir en busca de ayuda. Todos vemos los rostros en el agua. Los apartamos de nuestro pensamiento, incluso dejamos de creer que sean reales, y nos convertimos en moradores tranquilos del mundo; o quizás ni los olvidamos ni acudimos en su ayuda. A veces, por una triquiñuela de las circunstancias o del sueño o de un sesgo hostil de la luz, vemos nuestro propio rostro".
Traductora: Patricia Antón
Año de publicación: 2022 (1961)
Si te ha gustado...