Lado Kvataniya (1987, Rusia) y su co-guionista Olga Gorodetskaya (1983, Rusia), que fue directora de la película de terror Tvar (2019) se inspiraron en la historia real de Andrei Chikatilo, considerado el peor asesino en la historia de Rusia, quien mató al menos a 52 mujeres entre 1978 y 1990, pero esta trayectoria criminal es solo el punto de partida para elaborar un discurso mucho más complejo en el que el trasfondo del desmoronamiento de una Rusia cuya apertura durante la glásnost y la perestroika fueron también el comienzo de su final como estructura de poder, sirve para la construcción de personajes frustrados y obsesivos, que no solo están representados en los investigadores sino también en algunos de los familiares de las víctimas, y que le conecta con ese cine de personajes desengañados de las películas de Aleksey Balabanov como Brother (1997) o Gruz 200 (2007). De forma que The execution es varios thrillers en uno, una especie de laberinto del que ninguno de sus protagonistas podrá salir sin afrontar su propia caída a los infiernos. La fotografía oscura y claustrofóbica de Denis Firstov, provoca el desasosiego necesario, envolviendo a los personajes en una luz tenebrosa y opresiva. La narración está dividida en seis partes y un prólogo, siguiendo una estructura parecida a la de la novela, Crimen y castigo (1866, Ed. Penguin Clásicos), de Fiódor M. Dostoievski, y elaborando una reflexiva y muy certera representación de la ambigüedad del mal.
A lo largo de tres décadas el director Jon Alpert (1948, New York) ha estado grabando las vidas de Freddie Rodríguez, Rob Steffey y Deliris Vasquez, quienes abrazaron en su juventud el mundo de la criminalidad y paulatinamente se fueron convirtiendo en rehenes de sus propias adicciones. Este seguimiento ha desembocado en una trilogía que se inició con One year in a life of crime (Jon Alpert, 1989), que concluía con los tres protagonistas en la cárcel, continuando con Life of crime 2 (Jon Alpert, 1998), estrenada diez años después, y que se cierra ahora con Life of crime: 1984-2020 (Jon Alpert, 2021), resumen y conclusión de estas tres historias. A lo largo de estas décadas las vidas de Freddie, Rob y Deliris han tenido altibajos entre las adicciones, la prisión, que lamentablemente ha servido en varias ocasiones para salvarles la vida, y los intentos de desintoxicación. La cercanía que consigue Jon Alpert permite al espectador establecer una conexión completa con los protagonistas, casi tanta como la que el propio director ha ido forjando a lo largo de los años. Pero el documental, desde estas historias particulares, proporciona también una visión global del fracaso de la lucha contra las drogas en los años ochenta en Estados Unidos, y la construcción de un círculo vicioso que se ha ido generando hasta atrapar a los adictos en una red sin escapatoria. Y también del fracaso de un sistema que no proporciona instrumentos adecuados para ayudar en la rehabilitación, limitándose a hacer un seguimiento a través de agentes de la condicional que ejercen la vigilancia, pero no un soporte social.
También asistimos a lo largo de la película, que en realidad se centra más en el período 1984-2004 para después ir acercándose a los personajes en momentos puntuales, a la evolución del propio Jon Alpert como documentalista. El director nominado al Oscar por China's unnatural disaster: The tears of Sichuan Province (Jon Alpert, Matthew O'Neill, 2009) y Redemption (Jon Alpert, Matthew O'Neill, 2013), se muestra en los primeros años curioso y hasta seducido por el entorno de los personajes. Él mismo ha comentado en alguna entrevista que se acercó por primera vez a ellos después de haber sufrido varios robos, en un intento de entender cómo era ese mundo delictivo. La juventud de Freddie y Rob les proporciona una sensación de impunidad cuando deciden que sus vidas son más lucrativas robando que teniendo un trabajo diario, y el director utiliza cámaras ocultas para acompañarlos en sus actividades delictivas, incluso manteniéndose al margen cuando es testigo de abusos domésticos. Pero a lo largo del documental, hay también una transformación de Jon Alpert, mucho más cercana a los protagonistas, interviniendo en varias ocasiones para tratar de convencerles de que las adicciones les pueden llevar a un callejón sin salida.
No hay concesiones en Life of crime: 1984-2020, y provoca incomodidad en la explicitud de las imágenes de chutes, de drogadictos buscando una vena en el cuello porque ya no las encuentran en sus brazos, de violencia y de cadáveres en avanzado estado de descomposición. Es un puñetazo de realidad que no pretende endulzar sino ser reflejo de unas vidas condenadas, a pesar de algunos rayos de esperanza. Y en esta montaña rusa en la que vemos a Freddie, Rob y Delaris en sus momentos más bajos y sus (breves) períodos de limpieza asistimos a una prisión que no tiene barrotes físicos pero que sigue siendo igual de inexpugnable. A Deliris le resulta difícil desintoxicarse en un barrio lleno de camellos que susurran su nombre en forma de tentación, a pesar de que ella tiene a sus hijos pequeños, a los que en los momentos más adictivos deja solos en casa para ir a prostituirse. Es un documental rodado entre dos pandemias: la del SIDA que se inició en los años ochenta e, inevitablemente, afectó a alguno de los tres protagonistas, y la del Covid-19, que se manifiesta en las últimas escenas rodadas con mascarilla. Ambas han dañado con mayor virulencia a esos barrios abandonados, empobrecidos y eternamente heridos. Hubiera sido interesante que HBO, la casa habitual de Jon Alpert, accediera a la propuesta del director de hacer una serie de seis episodios, porque se siente la necesidad de saber más de estos personajes, especialmente en una última parte que avanza demasiado rápido. La plataforma quiso, sin embargo, un producto más cinematográfico, quizás pensando que tendría posibilidades de cara a los Oscar. Pero Life of crime: 1984-2020 es uno de los retratos más sobrecogedores del círculo vicioso de las drogas que se han realizado en los últimos años.
BIG SCREEN COMPETITION
El Festival de Rotterdam no se caracteriza precisamente por incluir demasiadas comedias en su programación, con mayor tendencia a los dramas y las temáticas sociales. Por eso resulta interesante encontrar una película como Daryn's Gym (Brett Michael Innes, 2022), producción sudafricana que utiliza el género del mockumentary para construir una historia más o menos convencional sobre el enfrentamiento de un pequeño gimnasio contra una franquicia que está a punto de aperturarse justo enfrente. El formato de la película inmediatamente recuerda a series como The office (BBC, 2001-2003) o Veep (HBO, 2012-2019), pero sin la efectividad ni el ingenio de aquellas, demasiado enfocado en un sentido del humor facilón y simple. Hay cierto encanto en el personaje de Daryn Miller jr. (Clifford Joshua Young) que ha heredado un gimnasio que intenta mantener con más pundonor que solvencia económica, especialmente cuando sus futuros competidores utilizan prácticas poco éticas para desprenderse de él. Lo mejor de la película es el protagonista, cuyo optimismo a prueba de bombas está muy bien retratado, pero ese tipo de humor infantil a lo Pablo Motos que destila la historia resulta cargante.
Brett Michael Innes (1983, Sudáfrica) es un autor y director que ha manejado con soltura diferentes géneros cinematográficos, especialmente el drama en películas como Sink (Brett Michael Innes, 2015) o Fiela se kind (Brett Michael Innes, 2019), que compitió en el Festival de Tallin, y su intención de hacer una comedia en plena pandemia del coronavirus es loable pero poco acertada en su conjunto. De alguna manera la película proporciona una especie de respiro en medio de la situación dramática que ha vivido Sudáfrica durante los numerosos confinamientos, y especialmente tras la aparición de la variante omicron en aquel país, que puso en jaque a la comunidad internacional cuando ya se hablaba de una cierta recuperación de la pandemia. En este sentido, Daryn's Gym es una propuesta refrescante pero fallida que se ha convertido además en una de las primeras producciones originales de eVOD, estrenándose el pasado mes de diciembre en esta nueva plataforma que opera en Sudáfrica desde el verano de 2021, y que ofrece tanto contenido gratuito como Video on Demand. CINEMA REGAINEDEl 53 Festival Visions du Réel, que se celebrará entre el 7 y el 17 de abril, entregará el Premio Honorífico al director Marco Bellocchio (1939, Italia), presentando el estreno de su último documental, Marx può aspettare (Marco Bellocchio, 2021), que recibió una Palma de Oro de Honor el año pasado, como forma de subsanar la ausencia de este galardón en la filmografía de un director que compitió en varias ediciones del Festival de Cannes. Se podría decir que a sus, muy activos, 81 años, hay un movimiento de recuperación del director italiano y de su obra, del que también forma parte el documental Viaggio nel crepuscolo (Augusto Contento, 2021), un ensayo cinematográfico de dos horas y media que se sostiene en el cine de Bellocchio para abordar la historia reciente de Italia, de una forma que resulta fascinante y al mismo tiempo reflexiona profundamente sobre la relación entre el arte y la política. La idea de repensar el cine del realizador para reconstruir la historia del país surge del crítico de cine Adriano Aprà, que también es uno de los participantes en este documental estrenado en la pasada Mostra de Venecia.
Pero el interés de Augusto Contento (1973, Italia) no se enfoca tanto en hacer un recorrido por la filmografía de Marco Bellocchio, sino en escoger cuatro películas que considera representativas de esa contestación desde la plataforma artística hacia la estructura de poder que imperaba en Italia y que se fue desmoronando a lo largo de los años sesenta y setenta (para, por cierto, retomar fuerza en la actualidad). Las manos en los bolsillos (Marco Bellocchio, 1965) habla de la rebeldía de las nuevas generaciones frente al estamento familiar; En el nombre del padre (Marco Bellocchio, 1971) representa en el interior de un colegio la decadencia de una sociedad, la rebelión frente a las instituciones y la religión; Salto al vacío (Marco Bellocchio, 1980) muestra a un magistrado (Michel Piccoli) que encarna al patriarcado frente a la representación de lo locura poética que se manifiesta en su hermana Marta (Anouk Aimée); y Buenos días, noche (Marco Bellocchio, 2003) aborda el secuestro y asesinato del político Aldo Moro en 1978, pero desde el punto de vista de una de sus secuestradoras (Maya Sansa), estableciendo una de las obsesiones más íntimas del director en torno a la relación paterno filial. Utilizando estos referentes se elabora una propuesta metacinematográfica en la que se impela a la búsqueda de la verdad en el arte, mezclando entrevistas, imágenes de archivo, fragmentos de las películas y animaciones para construir una representación del arte frente a la política. La película establece una narración paralela que representa al artista que imagina en confrontación con la historia y la política, especialmente en una época en la que los estamentos de poder italianos utilizaban la producción de un cine comercial que bebía de cierta atmósfera hollywoodiense para inculcar un mensaje que trataba de esconder la realidad del país. De esta forma, mientras el hombre-artista utilizaba la imaginación, el poder político negaba el derecho a imaginar. El cine se utilizaba como instrumento de distracción, y es entonces cuando directores como Marco Bellocchio adquieren una dimensión que está más allá del arte para mostrar la verdad de una sociedad en declive a través de su cine. Posiblemente, pocos directores podrían someter sus narrativas cinematográficas a un ejercicio tan polifacético como el que plantea Viaggio nel crepuscolo. Esta reflexión sobre la relación entre arte y realidad a veces encuentra dificultades para acoplar con eficacia todos sus recursos, pero consigue una propuesta reflexiva y compleja que es al mismo tiempo política y poética.
La música disco italiana surgida en los años ochenta se convirtió en un éxito internacional sin precedentes, en paralelo a la introducción de los sintetizadores y la reconversión de un estilo que tomaba elementos de los Estados Unidos, y que curiosamente acabó influyendo en el nacimiento de la música House, una especie de regreso a los orígenes pero ya con contribuciones que provenían de Italia. El documental Italo Disco: The sparkling sound of the 80s (Alessandro Melazzini, 2021) aborda precisamente esta reconversión que sin embargo marcó las décadas de los ochenta y los noventa. A lo largo de entrevistas e imágenes de archivo que provienen sobre todo de la rica profusión de actuaciones musicales que proporcionaba la RAI en aquella época, asistimos a la evolución de un estilo cuyo nombre surgió de un megamix publicado por el productor alemán Bernhard Mikulski, que en cierta manera se autodestruyó a base de imitaciones y una abundancia de canciones que acabó atragantándose. Pero también es el reflejo de unas décadas en las que se desarrollaron las discotecas como lugares de encuentro para los jóvenes, especialmente de aquellos proyectos mastodónticos y algo horteras que ofrecían una respuesta europea al nacimiento de locales míticos en los Estados Unidos como Studio 54.
Así surgieron grupos y vocalistas que se apoyaban en los sintetizadores y melodías pegadizas, muchos de ellos italianos que cantaban en español porque España era un mercado especialmente atractivo: Righeira, Ryan Paris, Gazebo, Casco, Sabrina... eran a la música bailable lo que los spaghetti western eran a las películas del Oeste. También hay un segmento interesante que se dedica al escándalo de Milli Vanilli cuando se descubrió que hacían playback y que ellos no cantaban sus canciones, una práctica que sin embargo no era inusual en los años ochenta. El fenómeno de Sabrina Salerno, especialmente en España, también es analizado por la propia protagonista, aunque no se menciona el momento más sorprendente de su carrera cuando en su actuación en la Nochevieja de 1987 en TVE se salió un pecho de su escote. Un accidente que tanto el manager de la artista como el productor de la gala Hugo Stuven y la directora de TVE Pilar Miró decidieron mantener, provocando una de las imágenes más icónicas de la historia de la televisión pública. Ninguno de ellos, por cierto, consultó a la propia afectada, Sabrina Salerno. Precisamente uno de los problemas del documental es la ausencia de temas relacionados con la música disco que fueron relevantes. Por ejemplo, no tiene demasiado sentido hablar de la repercusión de la música disco que se realizaba en Italia y no mencionar la influencia de músicos como Giorgio Moroder, que contribuyó a la transformación de la música de cine. Sin embargo, Italo Disco: The sparkling sound of the 80s es, por momentos, un interesante acercamiento a un estilo musical que marcó una época y que se presenta en el documental como precursor de la música electrónica posterior liderada por grupos como The Chemical Brothers o Daft Punk.
Life of crime: 1984-2020 se puede ver en HBO Max.
Memories of murder se puede ver en Movistar+. Brother y Cargo 200 se pueden ver en Filmin y MUBI.Las manos en los bolsillos se puede ver en Filmin.