Dice que bebe en Galdós, que es su maestro, su indiscutible maestro. Pero yo creo que en su literatura hay más de la descomunal catarata narrativa y de la visión sarcásticamente pesimista de un Cela que del realismo no desaforado del autor de los Episodios nacionales. Dice que él refleja lo que ve, lo que observa, pero el resultado es un mosaico de voces y de tramas, de revelaciones y de intensidades nada frecuente -totalmente infrecuente, diría- en el panorama de la literatura española actual y no tan actual.
Su voz me resulta poderosa. Mucho. Pasmosamente poderosa. Hay en su obra, cómo decirlo, una imprevisible rotundidad, un uso preciso del idioma, una musicalidad afinada en cada frase, en cada página, en cada capítulo. Uno espera -incrédulo ante tanta consistencia- el bajón, el desfloje en la urdimbre de la escritura, el momento en que el globo argumental se desinfle. Pero no. Esto no llega. Fluye, invade, arrasa, permanece la buena literatura.
Soy poco dado a frecuentar -ya me conocen- los barrios narrativos más cercanos en el tiempo. A veces lo hago y me doy un paseito por ellos. La insulsez, la cursilería, la vacuidad o simplemente el aburrimiento son los sinónimos de lo que me he encontrado en la mayoría de estas incursiones. En otras, las menos, como ha ocurrido con esta lectura de En la orilla, asisto, atónito, al descubrimiento de que sigue habiendo auténticos escritores, tal que Chirbes, debajo de tanta promocionada cochambre literaria.