Veamos por qué. La noción de decisionismo en Schmitt consiste en hacer de la autoridad soberana la fuente absoluta de toda decisión moral y legal en la vida política. Una vez que todas las formas de política liberal han sido destruidas, el decisionismo nos deja con un mundo político que se asemeja demasiado a la maquinaria inhumana que suponía combatir.
Carl Schmitt introdujo el término “decisionismo” en el prefacio a la edición de 1928 de Die Diktatur, en referencia a los fundamentos legales de la dictadura y la teoría del estado de emergencia en el derecho constitucional.
Para Schmitt la esencia de toda la política son las decisiones acerca de lo correcto y lo incorrecto, lo justo y lo injusto y, en última instancia, el bien y el mal. El problema crucial del derecho, para Schmitt, no es la validez de un sistema jurídico sino su eficacia en una situación concreta. A esta conclusión lo conduce la existencia de “estados de excepción” o situaciones de peligro concreto para la vida del Estado. Dado que ninguna norma resulta aplicable a una situación anormal, en el caso de extrema necesidad (extremus necessitatis casus), el elemento decisional de lo jurídico “se libera de toda atadura normativa y deviene en este sentido absoluto”.
Rasgo característico del pensamiento normativista es la reducción del Estado a un puro fenómeno jurídico. Como arma crítica contra el concepto liberal de Rechsstaat, Schmitt evoca el concepto de soberano en Bodin como poder legibus solutus, absuelto de la ley. El soberano representa el poder de aquel que permanece fuera y por encima de la ley. En tanto el pensamiento constitucionalista liberal busca enmascarar el elemento personal de la soberanía bajo la ficción de que son leyes objetivas y no voluntades humanas las que gobiernan, Schmitt señala que esta ilusión se desvanece ante la emergencia del estado de excepción. El caso crítico destruye la norma revelando que “aquel que decide sobre la excepción” es el soberano dentro del estado.
Para Schmitt, en el intercambio entre protección y obediencia radica el fundamento de la obligación política y la garantía de la paz que hace posible la existencia del Estado. Protego, ergo obligo, es el cogito ergo sum del Estado.Quis interpretatibur?, ¿Quién interpreta? sería así la pregunta esencial acerca de los fundamentos normativos del Estado.
Schmitt incorpora la excepción dentro del orden político y legal. De la misma manera en que para el normativista la excepción nada prueba dentro de un orden legal, Schmitt busca demostrar que la excepción, no la norma, revela la naturaleza real del derecho. Lo que generalmente ocurre carece de interés. “La regla”, dice Schmitt, “nada prueba; la excepción todo: confirma no sólo la regla sino también su existencia, la cual sólo deriva de la excepción”.
Ahora bien, los costos de esta fórmula son muy altos. Si lo excepcional se convierte en normal y si la norma sólo puede vivir de la excepción significa que para que sobreviva el Estado su misma autoridad debe adquirir la estructura de una dictadura permanente.La excepción llama al establecimiento de una dictadura que es al mismo tiempo la negación de un gobierno constitucional y el fin de la discusión racional. El caso crítico descubre lo que frecuentemente la normalidad oculta en cuanto al ejercicio real del poder.
En su dimensión filosófica, la excepción aparece como la instancia dramática que quiebra el funcionamiento ritual del mundo burgués. “En la excepción”, dice Schmitt, “el poder de la vida real penetra a través de la corteza de un mecanismo que se ha tornado inerte por repetición”.
El concepto de decisionismo en Schmitt tiene una dimensión política explícita que va más allá de la esfera del ser del individuo. El decisionismo político podría considerarse como una doctrina expresamente pensada para neutralizar los efectos virtualmente anárquicos de un decisionismo ético de base subjetiva.
Sea que el individuo tenga o no que decidir su propia existencia, lo que realmente le interesa a Schmitt es que las normas que guían nuestra vida pública emanen de una fuente objetiva: el “soberano” como representante de la unidad y supervivencia del Estado. Al remplazar la voluntad del individuo por la voluntad del soberano, Schmitt desea superar las consecuencias desintegradoras que un decisionismo subjetivista podría tener si se proyectase en la dimensión política de la existencia humana. En un mundo en donde todas nuestras creencias han sido despojadas de contenido religioso o moral, el único valor cierto en la vida social es la existencia del Estado como garante de la paz. El precio de mantener esta paz, sin embargo, es quizá demasiado alto.
“La decisión”, dice Schmitt en el capítulo final de su Teología Política, “es lo opuesto de la discusión”. El uso del término “dictadura” tiene dos significados interrelacionados en la crítica de Schmitt al liberalismo. Por un lado, dictare, dictar (la raíz latina de la palabra) implica el fin de la deliberación racional y la argumentación. En este sentido, la dictadura es a la discusión lo que el dogma es a la crítica. Por otro lado, la dictadura es en sí la negación de la forma de gobierno que ha hecho de la discusión su principio constitutivo: el parlamentarismo.
En 1923 Schmitt sostuvo que los principios sobre los cuales la idea de parlamentarismo fue fundada en el siglo XIX habían devenido obsoletos y corruptos bajo las condiciones de la moderna democracia de masas. En su visión, el fundamento filosófico del parlamentarismo descansaba en los principios de discusión y apertura. Discusión es la creencia liberal de que el parlamento representaría un gobierno de intercambio abierto y racional de ideas guiado por la intención de persuadir al oponente por medio de argumentos racionales de verdad o justicia. Como sistema metafísico, el liberalismo introduce en la arena política el remplazo de la verdad como principio absoluto por la creencia relativista en la verdad como “una mera función de la eterna competencia de opiniones”. El parlamentarismo representa por tanto la realización de la concepción romántica del mundo como una conversación sin fin. No es fortuito para Schmitt que el heraldo del parlamentarismo liberal, Benjamín Constant, fuese al mismo tiempo un romántico.
La política parlamentaria, argumenta Schmitt, es también coherente con la idea de que la libre competición de opiniones debe estar sujeta a la crítica del público. El principio de apertura, junto con la noción de publicidad y el concepto de opinión pública, devinieron todas ideas íntimamente relacionadas en el liberalismo político. En su lucha contra el absolutismo, el iluminismo abogó por la eliminación de los Arcana Rei Publicae, los secretos de Estado, y la sujeción de toda política a una esfera pública de discusión. En la interpretación de Schmitt, la creación de un poder legislativo separado del rey y la legitimación de la opinión pública como efectiva protección contra los abusos del gobierno fueron objetivos correlacionados que buscaban minar el monopolio político del Estado absolutista. El conjunto de libertades y derechos constitucionales creados para proteger la libertad de opinión son por tanto esenciales para el Estado liberal. Como lo expresa Schmitt, “libertad de expresión, libertad de prensa, libertad de reunión, libertad de discusión, no son solamente útiles y expeditivas [...] sino cuestiones de vida o muerte para el liberalismo”.
En la democracia de masas contemporánea los parlamentos no funcionan como canales de una discusión racional libre y abierta. La mayor parte de las decisiones que se adoptan en un parlamento moderno son de hecho arreglos concluidos a puerta cerrada por pequeños comités partidarios manipulados por poderosos intereses económicos. Hoy en día, dice Schmitt, “el parlamento aparece como una antecámara gigante frente a las oficinas y comités de gobernantes invisibles”.
En esta perspectiva, la política parlamentaria sería no sólo una burla de los principios de apertura y publicidad sino también de la idea de que los legisladores son mandatarios de una “voluntad general”. En vez de ser los portadores de la voluntad popular, los legisladores se hallan de hecho comprometidos en promover los intereses de sus partidos y los grupos de interés económico que controlan el Estado. La política parlamentaria difícilmente oculta que, en los hechos, es un obstáculo para la realización de una democracia real.
La verdadera noción de democracia no es para Schmitt la de un gobierno donde la autoridad política se halla legitimada a través de un proceso de discusión pública fundado en argumentos racionales sino en el reclamo de identidad entre gobernados y gobernantes, el pueblo y sus representantes. En este sentido, la democracia podría ser realizada en la identificación del pueblo en un líder popular y carismático en forma aún más perfecta que en un estado de derecho. La dictadura, de acuerdo con Schmitt, puede ser “ciertamente antiliberal pero no necesariamente antidemocrática”.La contradicción entre política parlamentaria y decisionismo no sólo reside en que la legitimación de la discusión pública y la crítica de la autoridad erosionan la voluntad unitaria del Estado. Al mismo tiempo que el iluminismo inicia una crítica moral del estado absolutista, diversos intereses prepolíticos emergen de la sociedad civil para culminar penetrando la esfera de decisión pública. Como sede de la moralidad, la cultura y, principalmente, la actividad económica, la “sociedad civil” se desarrolla como una entidad competidora del Estado. Este movimiento minó gradualmente los fundamentos del Estado hobbesiano para el cual mantener el monopolio de lo político exigía al mismo tiempo despolitizar la sociedad civil. Primero bajo la forma de clubes literarios y logias masónicas, luego en organizaciones socioeconómicas y partidos políticos, los intereses de la sociedad burguesa encontraron finalmente su lugar en la esfera pública a través de la creación de parlamentos como poderes independientes dentro del Estado.
La originalidad del análisis de Schmitt sobre el parlamentarismo, sin embargo, no se encuentra en la descripción de las asambleas legislativas como instituciones públicas que intermedian intereses sociales en el ámbito estatal, sino en la relación que traza entre sociedad civil y discusión pública como principio de legitimación de la autoridad política. En otras palabras, Schmitt “se da cuenta de que el principio de discusión pertenece al nivel de la sociedad antes que al Estado”. Ahora bien, dado que para Schmitt el Estado debe gozar el monopolio de lo político, la discusión pública es una noción que corresponde erradicar del ámbito estatal. Detrás del principio de discusión Schmitt ve un reclamo ético que, proviniendo de la sociedad civil, es completamente extraño al Estado como institución política. Reclamar fundamentos normativos al poder es por tanto sólo un aspecto de lo que él considera un proceso subversivo destinado a sujetar el Estado a los imperativos de la sociedad. El decisionismo de Schmitt, sin embargo, dará a esta amenaza una respuesta igualmente subversiva: la autonomía de lo político requerirá que la sociedad y la moralidad queden sujetas a los imperativos del Estado.