Alfredo Pérez Rubalcaba ya es el candidato oficial del PSOE a las próximas elecciones generales. El ex Vicepresidente del Gobierno pretende concurrir a los próximos comicios con un programa “realista y reformista”. Hace pocos días afirmó en público que conocía la fórmula para crear empleo, cosa que creó todavía más estupefacción cuando aún hoy ostenta el cargo en un gobierno que ha sido incapaz de hacerlo desde que se inició la crisis. Como él mismo afirmó en su comparecencia de ayer ante los medios para anunciar que abandona su cargo: “cosas de la política”.
Algunos de los ejes de dicho programa que se han desvelado para los medios son el impulsar fórmulas de mejora de la calidad democrática y una afirmación un tanto pretenciosa, que “la crisis no puede tener un coste cero” para los bancos. Dos propuestas que apuntan directamente al corazón del Movimiento 15-M. Nada más de momento, ninguna otra referencia a la amplia lista de reivindicaciones de los indignados.
Pero la recuperación de la credibilidad de la política que pretende Rubalcaba y de la confianza perdida de los ciudadanos no puede ser tan fácil como para inscribirse en dos promesas de las que luego habría que comprobar su intención de cumplimiento y en qué medida o profundidad. A pesar de que ha asegurado que no prometerá “cosas que no pueda cumplir”.
Ya la propia elección del candidato en el seno interno del partido socialista ha dejado bastante que desear, por su falta de transparencia y por la imposición desde la cúpula de impedir el debate interno de ideas que buena parte de la militancia exigía. Se vetó la candidatura de Carmen Chacón, que proponía un giro a la izquierda en lo referente a la autonomía de la política frente a los grandes poderes económicos.
Precisamente, uno de los que con más cerrazón se opuso a esta opción fue el propio Rubalcaba que, junto con Pepe Blanco, amenazó con la celebración de un congreso extraordinario que supondría la inmediata dimisión de Zapatero si se apostaba por unas primarias con Chacón como aspirante. Rubalcaba defiende que un giro de tales características no tiene posibilidades y que situaría al PSOE en una situación de máximo peligro ante las próximas elecciones generales y su más que previsible paso a la oposición.
La maniobra en sí no deja de engrasarse en función de lo que se barajó desde un principio cuando su nombre se barajó como posible sucesor de Zapatero: perder con la mayor dignidad posible y evitar que la derrota se convierta en otro varapalo de magnitudes similares o peores a las de las últimas municipales. En definitiva, perder la menor cuota de poder posible. Porque, por más que le pese al 15-M, la política en este país, tanto a nivel general como en interno de los partidos, se sigue gestionando bajo el imperioso mandato de las ecuaciones de poder.
El otro día me decía un amigo, y asistente asiduo a las convocatorias del 15-M, tras hacerse públicos algunos de los guiños en el mismo sentido de Griñán durante el debate del Estado de la Comunidad, que “después de 35 años de nepotismo en Andalucía no nos lo creemos, lo siento”.
Es el handicap más importante al que se enfrenta el nuevo candidato, la escasa credibilidad que puede aportar alguien que ha estado en el epicentro de las medidas que han supuesto el mayor recorte en derechos sociales en la historia de la democracia y que, ahora, asegura tener la varita mágica para superar las mismas dificultades que desde el gobierno resultaron del todo imposibles.
Un cuento que, dada la situación del país y de la opinión pública, será de muy difícil digestión.