Cuando mi madre estuvo atrapada en ese limbo entre la vida y la muerte hace justo una semana, en ese silencioso estado de consciencia dormida, con su piel tan pálida y tan fría, sus ojos tan cerrados y con el corazón que apenas subía de las 50 pulsaciones, pensé si me oiría estando a su lado, si de alguna forma me sentiría cerca, si notaría mi tacto al cogerla de la mano, al besar su frente, mientras su cuerpo luchaba de forma valiente y delicada, como es ella, para seguir a este lado de la puerta. Pensé en qué estaría soñando (si es que soñaba, detrás de esos párpados caídos), sobre todo cuando fue recuperándose y apenas dejaba ver sus ojos azules, tan brillantes como el cielo que se colaba por la ventana que tenía detrás de su cama ("tienes el Mediterráneo en esos ojos", le dijo mi padre en uno de esos despertares), y pude notar cómo se sentía incómoda en aquel estado, entre tubos, sondas y electrodos. Deseando volver a su sillón, a ver sus películas, a estar con sus cosas, su cotidianidad pendiente de un hilo hace solo unos días. Quise pensar en algo de paz, en su infancia, lejos de esa etapa de la vida que jamás, ni loca, contemplaba en sus sueños de niña. Jugando en las calles del barrio de las Letras con su madre durante el final de la posguerra. En mi hermana y yo de pequeños, en sus abrazos llenos de ternura y en esa sonrisa amable y cariñosa cuando me miraba.
Pasan los días y, cuanto más avanza, más se aleja de aquella zona incierta de peligro. Va siendo cada vez más ella, más reconocible. A pesar de sus primeras torpezas al hablar, sus ojos vidriosos me miran sin entender muy bien todavía cómo ha llegado hasta allí. Cada paso que da es un histórico triunfo en la batalla. Y yo con mis dudas sobre lo que vendrá más adelante, a pesar de la inmensa fortuna de tenerla ahí y de saber que puede sentir mi mano al agarrársela y que mueve los pequeños pies debajo de la sábana sobre la que ahora ya no tiembla. Mientras, toca esperar. Carlos Saura decía que hacer películas es esperar. También dijo que hace películas para estar vivo. Esas paredes del hospital van adquiriendo, en la monotonía, cada vez más formas fotografiables ante la luz de la tarde y el silencio en esa espera. Hacer fotografías para recordarme que estoy vivo, escribir para no olvidar, cantar para curar el alma.
En los pasillos me cruzo con enfermeros muy jóvenes que hacen bromas entre ellos, comparten guiños de complicidad, organizan su día a día en el trabajo. En esos pasillos existe algo de la vida como la conocemos afuera, pero se cuelan, en algunas habitaciones, lamentos de alguien que sabe que su vida no será como antes. Que es consciente de que él, tal y como se reconocía ante el espejo hace apenas unos días, ha dejado de existir para siempre. Y se escapa de esa habitación un continuo lamento, ralentizado. Ni tan si quiera es capaz de llorar como le gustaría. Sale de su boca un grito más profundo y ralentizado todavía, como el que oirías al caer ante un pozo sin fin de interminable oscuridad.
Dejas atrás ese pasillo y el lamento inválido de aquel hombre me acompaña afuera y me recuerda, a pesar de los primeros síntomas de primavera tardía en la calle, que somos frágiles ante la ingenua gravedad con la que aderezamos nuestros dramas, ignorantes ante lo que existe detrás de esa cortina que nunca creemos que podremos pasar. Porque estamos destinados a eso, a la fugacidad del tiempo, a la vejez, a la belleza perecedera, a la resolución definitiva de nuestros días, un final que puede ser inmediato y fatal, con las cuentas de la vida sin pagar y las maletas sin deshacer, como tanto temía Luis Buñuel en los hoteles, o largo y penoso alejados de la plenitud y dignidad. Y luego una biografía en el olvido, polvo en el viento, la memoria bajo la tierra.
En la calle siento que hay un mundo paralelo al de la UCI, pero es real, y es el único que existe mientras camino sobre él. Con el tráfico en la carretera, el ruido de la emisora sin poder sintonizar correctamente en el coche, como los pensamientos que se cuelan camino a casa. Mi madre está viva, puede hablar, moverse y me reconoce. Es. Quieres relativizar tus idas y venidas, tus subidas y tus bajadas, la agenda con tareas pendientes, la otra agenda con páginas en blanco, las heridas que cincelan tu experiencia, las tormentas de ayer que forman algunos pantanos que hoy busco drenar, los coágulos inútiles que no permiten avanzar y otros que ya han sido liberados. Y quieres seguir las enseñanzas de Marco Aurelio, de Séneca, de los clásicos que tan lejos parecen estar en el tiempo y que, sin embargo, permanecen aquí, acompañando esta existencia tan mía, tan querida.