A mis dieciséis años, entre el sexto curso del antiguo bachillerato y el COU (curso de orientación universitaria), cuando no había móviles y no había teléfono fijo en numerosos hogares, nos emplazábamos en la Plazuela de san Miguel, desde donde salíamos a tomar una mistela (hoy estaría prohibido taxativamente por una mera cuestión de edad) a Casa Paco, a la izquierda en la fotografía, en la que no se llega a ver, y donde pedíamos las invitaciones para subir a El Jardín, en Somió. La sesión empezaba sobre las siete de la tarde, notándose el bullicio a eso de las ocho con obligado cierre a las diez de la noche, hora límite para muchos de nosotros, no de terminar el baile, sino de llegar al domicilio paterno. Corríamos entre la Pipa y Villamanín por la mayor frecuencia de autobuses desde esta última plaza hacia el centro de Gijón, habiendo sido quien suscribe uno de los privilegiados que dispuso de un ciclomotor tempranero, aquellos años en los que solamente tres o cuatro aparcaban frente al Instituto Jovellanos, a diferencia de hoy, en que los alumnos acuden a clase en mejores automóviles que la mayoría de sus profesores.