Nunca pensé que sería capaz de correr. Lo intenté varias veces. Nunca lograba aguantar ni cinco minutos. Me cansaba, me ahogaba y me picaba todo el cuerpo. Un desastre, en definitiva. Tras varios intentos, terminé descartándolo y aceptando que no era una práctica para mi. Pero... sorpresas de la vida: este verano, volví a insistir y lo logré. Había estado leyendo sobre cómo empezar a correr (y no morir en el intento) y llegué a esos consejos que muchos también habréis leído en los que instan a empezar con el running paulatinamente, corriendo unos minutos, caminando otros tantos a paso ligero e ir combinando ambas prácticas hasta ir ganando resistencia. Yo, más chula que un ocho, me lancé a la carrera y no quise detenerme a caminar (bobadas, pensé). Aguanté 20 minutos (una victoria inmensa para mi, estaba asombrada, no cabía en mi de alegría, sinceramente). Y tras, esos 20 minutos iniciales, hice una pausa de cinco minutos y seguí corriendo hasta alcanzar los 40 minutos en total. Así empezó mi historia. Empecé por 20-25 minutos seguidos, con descansos de entre 2 y 5 minutos caminando a paso ligero y siempre realizando una práctica total de unos 45 minutos (los días gloriosos, quizá 50, aunque esos picos los alcanzo en circunstancias extraordinarias).
En verano, era ideal salir a correr antes de ir a trabajar. A las 7 de la mañana, en verano, las calles gozan de luz sin sol y una temperatura perfecta. Ahora, el fresquito que ya empieza a ser una realidad, me retiene en la cama cada mañana, obligándome a salir a correr después de trabajar pero algo que nunca pensé que sería capaz de hacer... se ha convertido en una rutina semanal.
¡Never say never!
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Foto: Anna Alfaro
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