Viajar con los ojos abiertos, la mirada atenta, observando los rincones tortuosos del mundo. Llama la atención la luz, la claridad, el diáfano esplendor. Todo está inundado de luz que exalta el cromatismo, los colores plenos de fantasía y vitalidad, chillones, geométricos, estampados, en casas, vehículos y ropas, un gran kitsch bullicioso, multitudinario, se vive en la calle, mezclados: peatones, bicicletas, automóviles, carros, vacas, cabras, etc. La tradición africana es colectivista, el individualismo se considera sinónimo de desgracia, de maldición; nada une más a los africanos que el echarse unas risas juntos. La urbe africana es un continuo fluir de gente sin ocupación fija y conocida, compran, venden, trapichean, trabajan a salto de mata, como mozos de cuerda, como vigilantes, como mano de obra a destajo, proletarios clínex. Hombres y mujeres en movimiento, masas en peregrinaje, los de acá huyen de la guerra, los de allá del hambre, los de acullá de los cuatro jinetes del apocalipsis a la vez. A derecha y a izquierda, los márgenes de las carreteras convertidos en zonas comerciales por donde circula la vida (han tomado el relevo de los ríos), se abren tiendas, bares, posadas, templos religiosos. Almas del lumpen que escapan, deambulan, extravían, abandonan la pobreza del campo para encontrar su lugar en la miseria de la ciudad, se instalan en barrios de chabolas, edificaciones endebles construidas sobre los peores terrenos con materiales de deshechos que aprovechan, reciclan y nadie sabe de dónde sacan, hacinados entre polvo, insectos y olores tropicales que atraen y repugnan, que seducen y dan asco; pozos negros de la vil condición humana en donde cada año la malaria, el cólera o la disentería se cobran millones de víctimas que sufren de desnutrición y agotamiento. Barrios provisionales, inestables y frágiles establecidos bajo la amenaza del desalojo, pasto de las excavadoras cuando afean la vista de las autoridades municipales. No hay futuro, se vive a la hora o al minuto o al segundo, la inmediatez del ahora supone saciar el hambre y hasta el próximo presente. Al otro lado del traslado a la salvación, a la esperanza, anida la desesperación, la sentencia, “un mundo en el que la miseria condena a la muerte a unos y convierte en monstruos a otros”. Abajo masas de gentes ignorantes, atemorizadas, explotadas, arriba una clase de burócratas ineficaces y corruptos, políticos avariciosos y déspotas, y militares arrogantes y dictatoriales; herederos del origen colonial del estado africano, grupúsculos sociales que nada producen, que no crean riqueza, que sólo disfrutan de los privilegios de gobernar a la colectividad, adoptan formas del colonialismo y la esclavitud.
Durante tres siglos África fue saqueada de sus gentes, arruinada y casi destruida, el comercio de esclavos supuso la etapa más cruel y abyecta de la conquista llevada a cabo por el invasor blanco, con consecuencias deplorables en el terreno psicológico, implantó el complejo de inferioridad, fomentó la ideología del racismo y estableció el totalitarismo; y en el terreno político-social envenenó las relaciones entre sus habitantes. El colonialismo sólo buscaba el beneficio rápido, la conquista fácil, el expolio de todo cuanto encuentra en su camino (tierras, animales y hombres) al coste más bajo posible. Se trata a los oriundos africanos como objetos, como instrumentos o en el mejor de los casos con un paternalismo degradante. Desdeñando la diversidad cultural y étnica, unos diez mil reinos, federaciones y comunidades tribales son comprimidos en los límites de apenas cuarenta colonias, a veces sometidos a un mismo poder extranjero y a una misma ley. Cuando obligada por la naturaleza de la historia se presenta la fiebre descolonizadora, sobre el tablero de juego se ponen todos los prejuicios e intereses, en ningún caso el proceso descolonizador debe producirse sin que la circulación de riquezas y mercancías de las colonias o ya excolonias a la respectiva metrópoli se resienta excesivamente. El resultado de la liberación no fue el bienestar y el desarrollo social, para su desgracia la realidad quedó muy lejos de las nobles aspiraciones; los pueblos africanos se habían liberado del colonialismo, del amo, del señor, pero no del analfabetismo, el latrocinio económico, el fraude electoral, el gansterismo político, las luchas por el poder, los golpes de estado, las dictaduras monstruosas, los odios multiétnicos, las migraciones forzosas, las revueltas, las masacres, las hambrunas, las enfermedades y las guerras. Guerras crónicas que se desarrollan en silencio, escondidas, sin testigos, sin que importen al resto del mundo; campos de batalla donde la civilización moderna no ha llevado la electricidad, el teléfono o la televisión pero sí las metralletas; armas que no sólo sirven para combatir, también son un medio de supervivencia, cada vez las hacen y venden más ligeras, manejables y cortas, juguetes sangrientos en manos de niños soldados, generaciones amamantadas en la violencia.
Estampa del hambre en la inmensidad del yermo africano vasto y hostil: calor, sequía, pozos vacios, cosechas baldías, primero mueren las cabras y ovejas, luego los niños, después las mujeres, por último muere el hombre y el camello. En las aldeas la diferencia entre pobres y ricos no la establece la variedad de alimentos sino la cantidad de arroz, el pobre come un puñado exiguo y el rico un cuenco lleno a rebosar, la sequía prolongada iguala a los dos y les condena por igual a poder morirse de hambre. Se muere de hambre no por falta de alimentos, sino por culpa de una organización social inhumana, de un juego político y económico desalmado producto de un mundo egoísta, ruin y paranoico. La muerte por hambre es un acto de injusta sumisión.
Frente a la flora y la fauna exuberantes, manadas de cebras, antílopes, búfalos, jirafas, leones, leopardos, elefantes, etc. que se pasan la vida corriendo y galopando protegidos en sus ecosistemas, el habitante humano indefenso y pobre; seres que vegetan al margen de la humanidad, nacen y mueren sin que nadie lo note, seres desconocidos y anónimos.
“Qué hacer con la presencia en la Tierra de millones y millones de personas. Con su energía sin emplear. Con el potencial que llevan dentro y que nadie parece necesitar. ¿Qué lugar ocupa esa gente en la familia humana? ¿El de miembros de pleno derecho? ¿El de prójimos maltratados? ¿El de intrusos molestos?”.
Viajes y crónicas por una historia maldita.