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Nací en 1965. Me precio de pertenecer a una generación que desde la infancia tenía la costumbre y el gusto de leer. Y cuando hablo de leer me refiero a leer de verdad. Un libro completo o un tebeo. Lo que tuviéramos a mano en nuestra habitación cuando nuestros padres nos enviaban a la cama porque al día siguiente había colegio, o porque la película comenzaba anunciando los fatídicos rombos que avisaban a los padres de la clasificación moral de la que se iba a emitir el sábado por la noche.
Mi generación vivió en su infancia varias transiciones a un mismo tiempo. Y posiblemente dos de ellas fueron más significativas que el resto. La transición de la dictadura a la pseudo-democracia, con sus debates sobre la constitución y las primeras campañas electorales, que eran cosas de mayores y que solo nos interesaban cuando veíamos por la calle a los de tal o cual partido repartiendo pegatinas que coleccionábamos como si fueran estampas de fútbol. Y la transición del blanco y negro al color en la televisión nacional, cuando la revista TP anuciaba con una pequeña etiqueta roja al margen izquierdo de cada programa, película o serie, si éstos se iban a emitir en color como gran novedad en una España en la que las familias que teníamos televisión en color éramos verdaderamente privilegiadas. Con todo, uno de mis mejores recuerdos de aquellos años era precisamente el momento final del día en el que mis padres me enviaban a la cama, con el permiso de leer durante una hora antes de dormir. Sé que para muchos niños de mi generación el gusto por la lectura nació en esos momentos antes de apagar la luz.
Ahora me veo incapaz de calcular cuantas publicaciones leí durante aquellos años de infancia, y cuantas de ellas releí una vez tras otra. Las historias de Astérix y Obélix, de TinTín, de El Jabato, las novelas de Salgari, las aventuras de Los Cinco, de Sherlock Holmes…, además de los libros que el profesor de lengua y literatura nos iba asignando para leer y hacer un resumen en cada evaluación…
Leer era como entrar cada noche en un mundo distinto y siempre apasionante, que habitualmente uno podía compartir al día siguiente con los compañeros de clase porque ellos también eran, en su gran mayoría, ávidos lectores. Leer era y es el mejor entretenimiento que se podía tener porque, una vez terminada la escasa oferta televisiva diaria, los niños que ya íbamos dejando arrinconados los juguetes devorábamos tebeo tras tebeo y libro tras libro y presumíamos en el recreo si ya teníamos el último Astérix o la recién llegada edición juvenil de El Último Mohicano con ilustraciones. De hecho, leer era algo tan habitual entre nosotros que no era extraño recibir algún libro entre nuestros regalos de cumpleaños.
Pero si para mí había alguna época del año más especial para leer era la parte de vacaciones de verano que pasaba en la casa de campo de mis padres. Allí, en un mueble estantería repintado en blanco y naranja a la moda de los 70, reposaba un auténtico tesoro de papel en forma de novelas que mi padre había ido guardando durante su juventud y que aparecía ordenado por series de las novelas más populares de los años 40 y 50. Y en las noches de verano, y en más de un gélido fin de semana de invierno de Cordillera Ibérica, me sorprendían las dos o las tres de la noche inmerso en las aventuras de Don César de Echagüe y Acebedo-El Coyote para los no iniciados-los volúmenes de relatos cortos de terror Serie Fantástica, las vivencias de Ultus el Misterioso y las peleas a tiros de la banda de Pat Morgan contra otros gangsters de Chicago en aquellos años de ametralladoras Thompson y pistolas Colt calibre 45.
A mi afición por leer, resultado del estímulo de mis padres y de imitación por lo que hacía mi hermano mayor, le debo muchas cosas y muy buenas. Entre ellas, mi inquietud por escribir y prestar atención a lo que sucede a mi alrededor, y mi necesidad casi vital adquirir una cultura que nunca estará de más precisamente porque nunca será suficiente.
Aquella infancia me llevó a una adolescencia y posterior juventud en las que no quise prescindir de la lectura, ni siquiera cuando las crecientes obligaciones que la vida fue imponiendo sustituyeron el tiempo libre por responsabilidades, compromisos y preocupaciones. Aún hoy, viviendo en la cincuentena, no paso un solo día sin leer algo que me resulte edificante y provechoso, sea por estudio o por ocio. Y reconozco que, desde mi perspectiva de lector casi precoz, contemplar lo que viene sucediendo en nuestro país desde hace décadas en tremendamente descorazonador.
En estos días varios diarios digitales se han referido a un estudio del que se desprende una realidad de consecuencias letales para nuestra sociedad. Un altísimo porcentaje de nuestros jóvenes tiene verdaderos problemas de comprensión lectora, incluso con textos de no muchas líneas. ¿Realmente esto puede extrañar a alguien?
Hace muchos años que acuso a los diferentes gobiernos de esta supuesta democracia que el afán que demostraron desde el principio por desmontar el sistema educativo que yo conocí,que era ciertamente exigente y que no se ahogaba en complejos progres cuando a un mal estudiante había que catalogarlo como vago o incompetente, no obedecía a otro interés que conseguir un resultado como el que ahora contemplamos ante nosotros.
Actualmente, a muchos se les llena la boca diciendo que las nuevas generaciones son las más preparadas. No estoy de acuerdo en absoluto. Creo que son las más tecnificadas, pero a la vista está en que estas mismas generaciones las crecientes tasas de malos resultados y abandono escolar han colocado a España en un vergonzoso lugar que jamás debería ocupar, y menos aún cuando en los años 60 y 70 nuestro sistema educativo gozaba de unas exigencias académicas que muchos estudiantes ahora serían incapaces de cumplir. Yo he comparado mis libros de texto de EGB con los de los niños de los años 90 y 2000, y la mayoría de estos últimos parecen tebeos al lado de los que mi generación tenía que estudiar. Además, en aquellos años de mi infancia, el repetir un curso suponía un descrédito y una vergüenza que hace años dio paso a la indiferencia, o aún peor, a la justificación habitual de que el niño “no está preparado para pasar de curso”. Ha desaparecido el concepto de fracaso, y con él el de responsabilidad y mérito.
Por supuesto, en la EGB de los 70 que yo conocí habría muchas cosas mejorables pero, en general, la comparación con los planes de estudios posteriores, que se iban modificando más por intereses ideológicos de los gobiernos de turno que por la necesidad de formar mejor a los estudiantes, fueron perdiendo calidad y capacidad de estímulo a pasos agigantados. Y no hablemos de la ideologización forzada por los diferentes gobiernos autonómicos que, en casos como los de las Vascongadas y Cataluña han acabado por criar a generaciones educadas en el odio a lo español y en la aceptación de una identidad histórica en su mayor parte basada en falacias e intereses independentistas que, además de producir inanes intelectuales, los pone en la calle siendo verdaderos fanáticos.
No hace falta extenderse mucho más para comprender lo que ahora vivimos en relación con lo que hemos perdido. No solo la oferta de ocio nocivo de las televisiones y la indiferencia de no pocos padres ha cimentado en las últimas generaciones un sistema de valores basado en el hedonismo y el relativismo más escandalosos. El sistema educativo, en el que un profesor ya no puede ejercer ningún principio de autoridad sobre el alumnado ni exigir el más mínimo respeto por parte de los estudiantes, ha logrado además tener una preocupante tasa de profesores de baja por depresión y de otros tantos que confiesan no sentir el menor interés por estimular a una infancia y juventud que apenas se preocupa por poco más del último modelo de teléfono móvil, de las redes sociales, de su propia e hipersexualizada imagen, o de cómo ser famoso sin importar ni los medos ni las consecuencias.
Las últimas generaciones saben leer, por supuesto. Y leen todo el día, claro está. Pero convendrán ustedes conmigo que, además de muy preocupante, es muy triste que un vasto porcentaje de esos jóvenes, que cada día escriben más de la mitad de sus textos con abreviaturas y emoticonos, sean incapaces de explicar un texto de cincuenta líneas que acaban de leer porque ni siquiera retienen los conceptos más importantes del mismo.
Este es el gran triunfo de quienes pretendieron convertir nuestra sociedad en un conjunto de seres consumidores, irreflexivos y alejados de toda necesidad de formarse académicamente y de razonar con un mínimo de coherencia. Una sociedad formada en buena medida por individuos educados así es incapaz de defenderse con éxito frente a cualquier iniciativa liberticida, como ahora estamos viendo en nuestro país, precisamente porque el concepto de libertad es desconocido para unas generaciones que valoran su libertad en función de la cantidad de anticonceptivos que lleven en el bolsillo cada fin de semana o de los gigas de datos que puedan disponer en sus móviles. Lo demás no les importa ni les preocupa, porque para preocuparse ya están otros que, a poco que se les dé bien, ya les conseguirán a esos mismos jóvenes algún subsidio que les permita seguir viviendo en la ignorancia más supina y en la frivolidad más destructiva.
A penas nadie ha querido verlo durante estos últimos 40 años, y si alguno advertía de las más que seguras consecuencias de la demolición planificada de un sistema educativo, mejorable pero muy superior al que ahora tenemos, era inmediatamente etiquetado como catastrofista, inmovilista y nostálgico, por un sistema que comenzaba a instalarse en la corrección política y buenista, que apartaba el mérito como si fuera una peste del pasado, y que nos aseguraba que calificar un examen desastroso con un cero era simplemente un modo de estigmatizar a un menor que, si no estudiaba, era por culpa de la sociedad franquista.
De tener un alto porcentaje de niños que conocían obras de Salgari y Verne, pasamos en dos décadas a tener otros que querían ser como el Coto Matamoros de Crónicas Marcianas, al que veían en sus televisiones de sus dormitorios, de madrugada, mientras sus padres dormían. Eso es lo que se sembraba, y ésta es la cosecha que hemos recogido, como no podía ser de otro modo.
Pero a los responsables de la educación en España no parece preocuparles tanto el desastre de que muchos de nuestros jóvenes no comprenden lo que leen como la urgencia por introducir en sus clases la ideología de género necesaria para convertirles en individuos aún más confusos, aún más hedonistas, y todavía menos intelectuales. Y no hace falta reflexionar mucho para comprender cuáles serán las consecuencias a corto plazo para estas generaciones y las venideras, porque cuanto más limitada está una persona en su raciocinio y su capacidad de elección, más fácilmente entrega su libertad y voluntad a un gobernante.
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