"Sabíamos, claro que sabíamos, que ni los más desesperados, ni los obesos, ni los nerds, ni los oscuros se nos acercarían. A las chicas como nosotras solo se acercan otras chicas como nosotras. ¿Para qué intentarlo? Éramos libres de ir a cualquier sitio y odiábamos eso: queríamos tener la falta de libertad de las hermosas, que los brazos de los novios nos doblegaran como yuntas, coger en el cuartito de la piscina, al apuro y sin preservativo, que nos dejaran la marca de sus dedos gordos de jugar béisbol en las nalgas con celulitis. Queríamos que nos penetraran a la fuerza y gritar en cada embestida sus nombres bellos de hombres bellos. Queríamos despernancarnos para ellos y agarrarnos de sus melenas perfectas en el orgasmo, quedarnos con matojitos de pelo color arena entre los puños cerradísimos. Queríamos hacer con el néctar de sus sexos dulces cocteles, pócimas de brujería. Queríamos desaparecerlas a ellas, rebanarles la cabeza con machetes de fuego. Queríamos entrar entre truenos y voces y relámpagos y terremotos a esas fiestas privadas montadas en yeguas voladoras y hacer caer sobre esas idiotas preciosas un mar de grillos y serpientes. Queríamos que las niñas bonitas se arrodillaran ante nosotras, amazonas poderosísimas, y que vieran con impotencia a sus hombres subiéndose arrobados y dóciles a la grupa de nuestros animales. Queríamos, queríamos, queríamos. Éramos puro querer.
Quieren las muchachas de Elegidas lo que saben que no pueden tener. Lo saben casi como si nacieran sabiéndolo. Lo saben porque llevan toda su corta vida escuchándolo en las miradas de los demás. "Qué diferente ser amante de ser perdedora", "pero somos lo que somos y lo que somos es casi siempre brutal", se lamentan. Les queda la ira, el resentimiento contra aquellas otras que desearían fueran el reflejo que les devolviera el espejo, el odio y la rabia que es un acicate para no caer en el autodesprecio y la conmiseración hacia sí mismas, para revelarse contra -tal y como lo define la narradora adolescente de Hermanita- ese "lugar en el mundo" que "era ese cuchitril que nos daba en préstamo la gente como mi prima con la condición de que les riéramos todas las gracias. [...] ese espacio desprovisto de toda dignidad, [...]. Aunque nos dé miedo, aunque nos hunda, aunque nos inflame los órganos de vergüenza, aunque nos haga odiarnos a nosotras mismas: la segundona debe servir su cabeza en una bandeja para que la bella hurgue en sus ojos, en las fosas de la nariz, en la boca y finalmente diga qué asco".
Las protagonistas (opto por el femenino por abundar las mujeres frente a los hombres) de las historias que os traigo hoy son segundonas, terceronas, las últimas de una cola infinita que, de tan lejanas -por tanto que queremos alejar de nosotros esa posición-, se difuminan hasta tornarse invisibles. Molestan a la vista como molesta la pobreza en el barrio de nueva creación de Invasiones. Son como los insectos -último eslabón de las plagas que azotan ese barrio comido al estero- que la familia protagonista erradica con esa lámpara exterminadora a la que han dado en llamar la silla eléctrica. Son los seres más insignificantes de una pirámide trófica en la que el fuerte se come al débil, pero en la que -como sucede en Invasiones- ni el más asustado a la par que envalentonado depredador tiene el puesto asegurado. Son -como la protagonista de Biografía, el cuento que inaugura este libro de la ecuatoriana María Fernanda Ampuero- "poquita cosa para el mundo, sacrificio humano, nada". Pero también nos dice esa protagonista de otras que son como ellas: "Véanlas, véanlas. Al costado del camino, como sombras, me ven pasar y sonríen, hermanas de la migración. Susurran: cuenta nuestra historia, cuenta nuestra historia, cuenta nuestra historia". Y eso es lo que hace María Fernanda Ampuero en los cuentos reunidos en el libro que os traigo hoy, contar las historias de los que no tienen voz. Como desvela Clarice Lispector en el epígrafe de este libro, "Escribir es también bendecir una vida que no ha sido bendecida". Amén.
Abundan en las vidas bendecidas por María Fernanda Ampuero las de corta edad. A las de los primeros dos cuentos mencionados hay que sumar el Julito de Sanguijuelas, cuento en el que el narrador desprecia como impuesto compañero de juegos al tal Julito, del cual la madre de uno de sus amigos no se corta en decir: "¿Cómo te va a mandar dios eso? El que lo mandó fue el otro". También le reconcomen a ese joven narrador los celos porque ni él ni ninguno de sus amigos obtienen de sus madres el cariño, atención y devoción que Julito recibe de la suya. Niña es también la narradora de Creyentes, la misma que en un callejón cercano a la casa de su abuela, a la que sus padres la han llevado al estallar una huelga con tintes apocalípticos, le "dieron ganas de llorar, pero no de dolor, sino de miedo. Fue la primera vez que pensé en mi propia muerte y la muerte era exactamente eso: estar sola en un callejón al que nunca le da el sol y que nadie, nunca, te vaya a buscar. Fue también la primera vez que pensé en que tendría que vivir conmigo, una voz cansona, teatrera, insistente, toda mi vida". Y es que, tal y como se nos dice en Hermanita, "la edad de la inocencia es la edad de la violencia", y para muestra los volcanes a punto de erupcionar de esas "islas que éramos: tres criaturas solas que aprendían a ser mujeres sin la bondad de nadie", de esas "adolescentes, ese otro tipo de recién nacido, llorábamos y llorábamos de todas las formas posibles por un poco de consuelo". Parece que "hay una edad en la que te pierdes o te ganas". Parece que hay quien nace con la mano de cartas idónea para perder. Y, así, con esa partida perdida de antemano, resulta que "las niñas gordas se alimentan de decepciones. Las niñas famélicas se alimentan de impotencia. Las niñas solitarias se alimentan de dolor. Las niñas siempre, siempre, siempre, comen abismos".
Pero los abismos a los que nos asoma este libro no son tan solo aquellos que indigestan a las niñas feas, gordas, acomplejadas y señaladas. El racismo y la xenofobia campan a sus anchas en estos cuentos de María Fernanda Ampuero. Se presentan abiertamente en la historia de esa caperucita roja que por no tener donde meterse se mete ella sola en la boca del lobo que es la inmigrante del ya mencionado Biografía, esa cuya "angustia me trepaba por el cogote como una criatura negra, helada, crujiente, con aguijón. ¿Conocen a ese animal? Es difícil explicar cómo hace su nido en tu espalda. Es como morir y quedar viva. Como intentar respirar debajo del agua. Como estar maldita". Y maldita está porque hay caperucitas a las que ningún leñador viene a rescatar y que se pierden definitivamente en el bosque. Brutal es su historia y brutales son también los insultos y desprecios racistas que le dirige a la latinoamericana Lorena en su cuento homónimo ese gringo de piel blanca que es su flamante esposo. Lorena no puede creer su suerte cuando se casa y tal vez por esa falsa seguridad olvida lo que la protagonista de Biografía tiene siempre presente, pues, tal y como nos cuenta, "aprendí muy chica a no importunar al hombre enojado, al hombre bebido, al hombre desconocido, al hombre. Aprendí a no decir esta boca es mía porque nunca lo ha sido".
"Ninguna recién casada cree que va a ser otra cosa que feliz", confiesa Lorena cuando la infelicidad toca a su puerta. Eso mismo debió de pensar la madre de la narradora de Silba. La hija se extraña de que la madre cuente historias de todo tipo pero nunca de terror. Ignora aún que el mayor terror es el cotidiano, que el día a día puede dar más miedo que la más truculenta de las historias. Aún es demasiado niña y cuando crece y va paulatinamente aprendiendo no quiere "formular las preguntas que harían que mamá se avergonzara de su vida entera, de darle el lado derecho de la cama y el mejor trozo de pavo -la carne blanca en filetitos- a su verdugo, del emborronamiento de su amor propio, de su condición de mujer miserable y prisionera, de su callar por miedo a que papá la abandonara, un silencio brutal, como una mano enorme de verdugo que te tapa la nariz y la boca mientras silba". "Mamá sabía, claro que sabía, pero nunca abrió la boca. La voz empujada a la oscuridad de la garganta, como un rehén de terroristas". Ignoró lo que le advirtiera su abuela de no escuchar al que silba. Cuando llegó el momento el silbido la embrujó y, desvanecido el influjo benefactor de la abuela, se olvidó de lo que ya sonaba a cuento de viejas.
Podría decirse que los Sacrificios humanos de Ampurio son, como los que demandaba la niña de Silba, cuentos de terror. Abundan en ellos los actos violentos porque para algunos, como para la Edith del cuento homónimo de la que os hablaré en breve, "la violencia era la única constante en su vida. La única certeza hora tras hora y día tras día. Lo infalible". Como infalible es la escritora ecuatoriana con los finales de sus cuentos. No son finales abiertos al uso en el sentido de que sean abruptos o inconclusos, sino que lo que la autora hace es guiar la imaginación del lector hacia una única y cruda resolución.
El final que más me ha impresionado es el de Pietà. Es este un cuento que muestra un claro clasismo en el que la clase a la que se pertenece, como tantas veces ocurre, viene determinado por la gradación del color de la piel. Si los creyentes de Los Creyentes "eran hermosos, rubios como el Niño Dios", el niño al que cuida la empleada del hogar de Pietà, ese al que se lo consiente todo porque es más su niño que su propio hijo, es "blancorubiojosazules". "Qué bonito es, con ese pelo de miel con mantequilla, qué limpia y qué bien planchada su ropa siempre, qué perfumado, un príncipe [...]. Así se pone el mundo a su alrededor. Toda la gente nada más con verlo ya está a su servicio aunque él no haya abierto la boca todavía", adora la mujer a su niño.
A quien nadie adora es a Edith. Nadie la llora, tal y como preconiza Anna Ajmátova en el epígrafe del cuento que protagoniza esa mujer no llorada. Nadie tampoco la había nombrado hasta que llegó él. "En el orgasmo él decía su nombre: Edith. Era el único que la nombraba y renombraba con la lengua, con el sexo, con el gemido. Edith, Edith, Edith. Ya no era la mujer de ni la madre de ni la hija de. Era ese nombre que su amante decía durante el éxtasis y que la penetraba por todos lados. Era esa mujer que se llamaba Edith y por lo tanto existía". Existía para ir al encuentro de ese hombre que la mantenía alejada de la violencia de su casa, de la impotencia de mirar hacia otro lado negando así el consuelo a quien es aún más vulnerable que ella porque la violencia es como una concha de caracol que se lleva a cuestas y pesa, porque la violencia muchas veces, como la piel oscura o los ojos azules, se hereda. Y "no era por el sexo. O sí. Por el sexo. ¿Qué era el sexo? ¿Juntarse, frotarse, expeler líquidos densos? No. ¿Qué era entonces? Que te acaricien el lomo cuando te sientes solo y no entiendes qué te pasa. Que te elijan la estrella de entre todos los niños. Que te digan que eso, cualquier cosa, lo haces mejor que nadie. Que te tomen la temperatura. Que sorprendida en una tormenta de arena una mano amiga salga de algún lado y te refugie. Que escondan tras la espalda la mejor fruta confitada para ti. Ser otra cosa: no una mujer casada con un hombre casi anciano, madre de dos hijas, obligada a moverse de un lado a otro, de cargar con la vida como si la vida en el hogar propio no pesara lo suficiente. Una nómada y una esclava y una muda [...]".
A Lorena, de la que ya os he hablado, el señuelo y el placebo del sexo la pierden. "No sé si a todas las mujeres les pasa", nos cuenta, "pero yo después de coger siento el amor vivito, como si pudiera estirar mis manos y agarrarlo y abrazarlo como a un globo de helio y salir flotando. A veces imagino que nos veo a los dos ahí abajo, sudados y brillosos de tanto sexo, y me encanta la imagen de mi cuerpo junto al suyo". Le encanta hasta que la cara que acompaña ese cuerpo se convierte de un día para otro "en una cara trastornada de ojos verdes, una cara que si se te apareciera en un callejón te paralizaría de terror. El callejón es mi cocina y el atacante lleva un anillo con mi nombre grabado en él". Con ese nombre que es de los pocos que, de los innombrables bendecidos por María Fernanda Ampuero en este libro, conocemos. La escritora ecuatoriana dedica el cuento que protagonizan Lorena y su gringo a Lorena Gallo. Al principio no le doy importancia a este detalle, pero no puedo, sin embargo, dejar de pensar en lo que destacan Edith y Lorena en el índice de este libro por lo contundentes que son esos nombres propios y solitarios reconvertidos en títulos. Edith necesita, por exigencias del relato, un nombre para ser nombrada, pero ¿y Lorena? Un rápido googleo de Lorena Gallo me ofrece el apellido de su gringo por el que todos la conocemos.
La autora de Sacrificios humanos pertenece a esa cantera de escritoras hispanoamericanas que llevan ya tiempo pisando fuerte. Son plumas que nos traen la violencia, el machismo, la desigualdad, el dolor y el grito mudo de sus tierras envueltos en puñetazos y cuchillos de prosa poética que golpean, hieren y cercenan. María Fernanda Ampuero, en concreto, se me ha revelado en estos cuentos como una mezcla de Liliana Colanzi y Patricia Esteban Erlés con un poco de Mariana Enríquez y lejanas reminiscencias a Gustavo Martín Garzo y a Angela Carter.
De un cuento de esta última o de una historia de mi admirada Carson McCullers parece estar sacada la feria en la que el niño y narrador de Freaks conoce a ese hermano más hermano que los propios que es el Cabezón. Es este un cuento con un estilo narrativo peculiar con el que la autora consigue obrar una auténtica maravilla. Está íntegramente compuesto por frases que comienzan con un verbo en tiempo infinitivo mediante las cuales el niño protagonista nos va contando sus acciones y sentimientos, así como el mundo que lo rodea.
Otro recurso interesante es el que Ampuero utiliza en Sacrificios. Todo este cuento es un diálogo entre un matrimonio que, al salir del cine, no consigue encontrar el automóvil que han dejado en el -en término local- parqueadero. Lo que inicialmente podría resultar una situación cómica en el que más de uno (me incluyo) podría verse reconocido se torna una experiencia angustiante. Se quedan encerrados y solos en el parking del centro comercial incapaces de descifrar el laberinto de letras, colores y niveles ni la procedencia del sonido de la alarma cada vez que la hacen sonar para intentar localizar el coche. La autora crea así una atmósfera inquietante que va incrementándose a la par que las inseguridades de los miembros del matrimonio y las grietas de este van quedando al descubierto.
Lo que María Fernanda Ampuero deja al descubierto en los doce cuentos que componen este libro son las miserias de una sociedad que va dejando, en el paso a la consecución de ese bienestar cuyos implícitos sacrificados deberían causarnos malestar, los cadáveres de sus miembros más vulnerables cuya vulnerabilidad crea ella misma con sus leyes no escritas. Sus historias son como piedrecitas blancas que marcan el rastro de sus personajes en un mundo que devora migas de pan por su precariedad. Y con la magia de sus palabras consigue que las vidas que bendice brillen como lo hacen las estrellas en la noche más oscura de la protagonista de Biografía. "Brillan como no brillan en la ciudad, todopoderosas, exageradas. Recuerdo que alguien me dijo que las estrellas que vemos llevan mucho tiempo muertas y pienso que ojalá así refulgieran las desaparecidas, con esa misma luz cegadora, para que sea más fácil encontrarlas". Para que sea más fácil crear entornos seguros y que el bosque no de miedo. Para que la cabaña (léase las cuatro paredes que habitamos o el pequeño lugar sobre el que cada uno posa sus pies en este mundo) en ese bosque que a veces es tan feroz, por endeble, pobre o humilde que aparente, sea como la casa de la abuela de la mujer de Silba que "Mamá se llenaba de poesía al describirla, como la casa de una abuela de cuento, pero sabía que era una fantasía. Los lugares donde una ha sido feliz siempre se recuerdan hermosos". Para que esa fantasía de inalcanzable felicidad se haga realidad y para que los cuentos de terror sean solo cuentos cuyas advertencias podemos olvidar sin miedo a que por ello se tornen verdad.
"Era un mundo autosuficiente, un mundo sin miedo, un mundo feliz. Lo que quiere decir exactamente que [...] eran autosuficientes, sin miedo, felices".
Amén.
Editorial: Páginas de Espuma
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