Revista Cultura y Ocio
Sáez, María. FAMÉLICO RECORDADOR o ¿Qué ocurriría si nos alimentáramos de recuerdos?
Publicado el 16 noviembre 2012 por Santiagosevilla @VivirdecuentosTengo hambre. Me rugen las tripas y aún no ha apuntado el alba. Podría ir a la nevera y coger algo pero eso no saciará mi apetito. Lo que yo preciso son recuerdos. Intento ordenar mi memoria, ¿qué es lo que comí anoche? ¿cuándo escuché por primera vez Time goesby? ¿cuántos glóbulos rojos tengo? Puedo subsistir quizá un par de días más en estado casi vegetativo, sin hacer muchos esfuerzos, recordando cosas. Puedo sobrevivir, sí, pero ¿y si quiero vivir? Nadie se ha creído mi enfermedad, en el trabajo dicen que tengo depresión y que, hoy en día, nadie vive pero todos sobreviven. Personaje, me llaman. Me hago una taza de café. No puede darme la felicidad pero sí puede calentarme el estómago. Lo que yo quiero realmente (y pienso lo que quiero mientras miro por la ventana porque pienso que quizá así pueda pensarlo mejor) es un recuerdo luminoso, ¿cuál? Aquella vez, aquella vez que era pequeño y el sol era muy brillante y… y…
Han pasado días. Me ha llamado Cristina, me ha preguntado que si había visto muchas películas románticas este fin de semana. Se estaba riendo y yo le he seguido la broma e intentado colgar lo antes posible. Creo que le pica la curiosidad por saber qué me pasa pero no puedo contárselo porque ni creerá lo que le diga ni yo tengo ganas de mentir. He estado pensando mucho en recuerdos, los he apuntado por orden de importancia, por orden de interés. Algunos son vergonzosos y he tenido que despegar el bolígrafo del papel más de una vez hasta conseguir escribirlos, otros son bellos y me han producido el deseo de repetirlos. Me he recreado en ellos hasta que se han evaporado, dejando detrás una enorme tristeza que me ha estado persiguiendo todo el día. Luego, han venido como consecuencia las decepciones, los miedos… me he ido cabreando hasta que, pese al frío, me he puesto el abrigo y he salido de casa dando un portazo.
En los parques, percibo una sensación de malestar general del que sólo se libran los que se complacen pensando que van a volver a sus casas. Me alejo de la ciudad en ferrocarril. Conmigo, van los humos de las chimeneas de aquellos que viven a las afueras y un enorme dolor en el estómago. De vez en cuando, me retuerzo en el asiento. Una mujer anciana, de inquietantes ojos felinos, me ofrece un vaso de algo. No tengo cuerpo para rechazarla. Es ron pero debe tener algo más porque duermo enseguida y sólo despierto unas cuantas horas después, con el olor de un buñuelo que tengo en la mano. Me lo ha debido dejar la señora. Después de esto, hago tiempo mirando por la ventana. Trato de acordarme de más cosas. La tabla de multiplicar del siete, capitales, mi primer beso… El ferrocarril pasa por delante de un pastor con su rebaño. Ovejas de mierda, que no piensan y comen y yo que por comer pienso.
Llego a Barcelona temprano, como me gusta a mí. Justo cuando los de la limpieza eliminan el olor de los vómitos, los gatos están finalizando su serenata y las calles se llenan de olor a café. Cojo un taxi a un lugar muy conocido, en el que se han desarrollado gran parte de mis recuerdos. Noto un pellizco en el corazón al dictar la dirección y me acomodo en el asiento. Mientras el taxi avanza, también lo hacen mis recuerdos, noto cómo me voy saciando y, poco a poco, entro en éxtasis. La panadería donde iba a comprar el pan, el parque de mi infancia, el colegio, Susana, los cromos, mi primer trabajo…
El taxista me sustrae de mi éxtasis con un tajante pitido. Bajo. Estoy en casa.
Muchas veces me he preguntado que es lo que esperaba encontrar al regresar a casa. Mi madre, sentada en la cocina, escuchando sus Zarzuelas, ataviada en una bata polvorienta, totalmente pasada de moda. No tan joven como cuando la vi por última vez. Percibiría algunos cambios físicos como, quizá, un incremento de las canas o de la joroba. Su aliento seguiría oliendo a vino, pero quizá lo sabría disimular mejor ahora, que se habría aprendido la técnica de Escarlata O’hara de hacer gárgaras con un vaso de colonia de hombre. Me daría cuenta de esto cuando se inclinara para darme un beso y me pidiera perdón. Los hombres, bueno, los hombres habrían abandonado el piso y se habrían llevado consigo la vergüenza.
La puerta, al menos, parecía indicar que podría tener lugar el orden cosmológico previsto. Sí, la puerta y que no se oyeran gritos. Probé mi llave. A ver si seguía funcionando. Y sí, lo hacía. Me cabreé. Si no había cambiado la cerradura, a lo mejor aún tenían acceso todos los hombres. No seguí pensando más allá porque abrí la puerta y un olor muy fuerte a podrido, a sucio, a oscuro, a pasado me invadió. Y yo, invadido, la busqué pero me costó verla. En medio de todo ese caos, me costó encontrarla. Estaba en el viejo sofá victoriano, tumbada en posición fetal. No sonaban Zarzuelas, pero sí goteras. Creo que ni se giró para verme. Tuve que ir yo, como tantas otras veces había ido, pero esta vez tuve que ponerme de rodillas. Le exigí que me mirara dándole la vuelta a la cara y fue entonces cuando me di cuenta de que podía mirarme, pero de que no me veía. Me preguntó quién era. Se lo dije. No me creyó. Pensó que era Oscar. No soy Oscar, no soy Humberto, no soy Patricia, no soy la Muerte. Frustrado, supe que no podía darme de comer. Como nunca pudo.
Los recuerdos de mi madre son la fruta prohibida que nunca podré comer, pero tampoco jamás osaré hacerlo. Ese mismo día, la ingresé en un centro donde pudieran cuidarla y aunque, a modo de despedida, balbuceé que volvería a verla, lo cierto es que ni pude ni quise creerlo. Me fui del centro con la certeza de que cuando uno tiene hambre, hambre de verdad, lo demás importa muy poco. Y por eso era incapaz de pensar en mis propios sentimientos respecto a la situación. Puta vida.
Tiempo después, di un paseo por mi ciudad, como tentempié y me marché como había venido, con la certeza de que viviría siendo un muerto de hambre y de que moriría por cualquier cosa que me calentara el estómago.
Imagen tomada de: lesly-m.blogspot.com
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