Alonso de Salazar y Frías nació en Burgos en 1564, en una próspera familia de comerciantes bien conectados. Estudió Derecho Canónico en Salamanca y Sigüenza y luego se hizo sacerdote. Intelectualmente bien dotado, se le abría una buena carrera en una empresa que, podríamos decir, era el Ibex 35 de la época. Según su biógrafo, el prestigioso historiador danés Gustav Henningsen, era “uno de los clérigos más brillantes de la Corte”.
Tras su paso por las diócesis de Jaén y Toledo, le cayó un marrón. En 1609 fue designado inquisidor de Logroño, con la epidemia de brujas surgidas en Zugarramurdi y el mayor proceso contra la brujería de la historia en marcha. Unas 5.000 personas encausadas. En medio de aquella locura cayó nuestro racionalista hombre de letras ¿Qué pasó?
Pues que cuando Salazar se incorporó al tribunal se encontró con otros dos jueces fanatizados –Alonso Becerra y Juan de Valle– que veían brujas por las esquinas. Hay que recordar que la Inquisición española, muy rigurosa con herejes judíos y musulmanes, nunca fue dura con la brujería, mucho menos que en otros países como Alemania, Suiza o Francia. Pero los inquisidores de Logroño estaban desbordados, contagiados por una especie de alucinación colectiva.
Enajenación colectiva
La epidemia de brujería que da lugar al Proceso de Logroño, conocido popularmente como las brujas de Zugarramurdi, comienza en el sur de Francia, en Labourd, en 1608. Allí, con la bula Summis desiderantis affectibus (1484) en una mano y el Malleus Maleficarum (1486) en la otra, los inquisidores (aunque, técnicamente, la justicia civil) llevaron a la hoguera a un centenar de franceses.
El Aquelarre (1798), Francisco de GoyaEsa locura colectiva atravesó los Pirineos y se extendió por el País Vasco y Navarra. Hoy sabemos, en gran parte gracias a los informes del propio Salazar, que los lugareños se enteraron de lo que era un aquelarre cuando empezaron a llegar las noticias de lo que pasaba en Francia.
Cuando Salazar llegó a Logroño, Becerra y Valle ya habían recogido miles de testimonios, incluyendo multitud de autoinculpaciones, de todo tipo de prácticas diabólicas. Aunque el epicentro estaba en los pueblos de Zugarramurdi y Urdax (Navarra) parecía que todo el País Vasco y Navarra estaban plagados de brujas y aquelarres. Y la psicosis seguía creciendo, fomentada por los mismos religiosos que venían a salvarles. Sus colegas del tribunal creyeron todos esos testimonios y en noviembre de 1610 realizaron en Logroño un gran Auto de Fe. Ante miles de espectadores se quemó a 6 personas vivas y a otras 5 en efigie, porque ya habían fallecido.
La voz de la razón
Salazar, que se había incorporado al tribunal en julio, solo pudo salvar a dos, después de convencer a sus colegas de que no había pruebas suficientes para condenarlas. Mientras ellos seguían los manuales de brujería y se dejaban llevar por supersticiones, Salazar actuó en todo momento como un investigador guiado por la razón. Eso le hizo enfrentarse al resto del tribunal, que lo veía como un instrumento del mismísimo demonio para defender a sus brujas.
Vuelo de brujas (1797), Francisco de GoyaPero el burgalés no cejó, en medio de la locura colectiva mantuvo el sentido común y siguió insistiendo. Los testimonios eran absurdos, alucinaciones imposibles la mayoría de ellos. Cosas como que se habían devorado cadáveres putrefactos de familiares, personas convirtiéndose en cuervos o brujas volando 700 km en una hora.
Sea por el apoyo del obispo de Pamplona o por sus contactos en la Corte, la insistencia de Salazar tuvo resultado y la Suprema estableció una amnistía para que prosiguiera la investigación y se volviera a preguntar a testigos e inculpados. O, simplemente, porque la Corona se había dado cuenta de que la situación se le estaba yendo de las manos. Hubo linchamientos espontáneos de cualquier persona sospechosa. En algunos sitios los acusados de brujería eran, literalmente, más de la mitad del pueblo: hombres, mujeres y niños. Sin distinción, tampoco entre ricos y pobres. Tal vez ahí estuvo la clave.
El informe Salazar
En 1611 el clérigo burgalés recorrió toda la zona durante meses y lo documentó todo minuciosamente, siempre bajo la mirada escéptica de la razón, basada en pruebas palpables y comprobables. Por el perfil de Salazar creo que su intención, además de buscar la verdad desnuda de los hechos, era dar testimonio para la historia de aquella enajenación colectiva que él percibía tan claramente. Y consiguió las dos cosas.
Capricho 24 (1797-99), Francisco de GoyaEn lo que podríamos llamar El informe Salazar, dice cosas como “¿Hemos de creer que en tal o cual ocasión determinada hubo brujería, solamente porque los brujos así lo dicen? No, naturalmente, no debemos creer a los brujos, y los inquisidores creo que no deberán juzgar a nadie a menos que los crímenes puedan ser documentados con pruebas concretas y objetivas, lo suficientemente evidentes como para convencer a los que las oyen”.
No ahorra juicios sobre las contradicciones, exageraciones o simplemente inventos de gentes atrapadas entre el miedo y la ignorancia, completamente desarmadas ante la superstición. En sus informes afirma que no encontró ni un solo testimonio concluyente sobre la existencia de aquelarres u otras manifestaciones mágicas o demoníacas. Pedía pruebas empíricas, no declaraciones fantasiosas.
En un hecho poco común en la historia de este país, tampoco ahorra críticas contra el propio tribunal del que él formaba parte. Se habían recogido mal las pruebas y las declaraciones, dejándose llevar por la maledicencia y la superstición. Y por los famosos manuales de expertos en la materia, tan absurdos para él como nos puedan parecer a nosotros hoy día.
“No hubo brujos ni embrujados en el lugar hasta que se comenzó a tratar y hablar de ellos”.
En su afán de que se recobrara la cordura, abogaba por dejar de hablar de ello. “En el insano clima actual -escribía en enero de 1612- es pernicioso nombrar esas cosas públicamente, puesto que sólo pueden acarrear al pueblo mayor daño del que ya ha experimentado”.
Auto de fe de la Inquisición (1812-19), Francisco de GoyaY tenía razón, el suflé paranoico fue bajando y un año después ya solo era un mal recuerdo. De hecho, la brujería fue un problema social y político de primer orden en Europa sólo durante el tiempo que duró su persecución. En el momento que dejó de penalizarse y de hablar de ello, el problema se esfumó.
La Suprema aceptó los informes de Salazar, los procesos por brujería se detuvieron y se volvió a la situación anterior, con una Inquisición blanda ante ese tipo de acusaciones. Cien años antes que en el resto de Europa, aquí se dejaron de quemar brujas, aunque el infame tribunal fue el último en desaparecer de la historia.
Está bien recordar la figura de Torquemada, hemos sido y somos eso, nos define bien. Y podría estar de acuerdo que en España -o como se diga- siempre ha habido cien torquemadas por un salazar. Y me quedo corto. Pero de vez en cuando aparece alguien como Salazar y Frías, que también es de los nuestros. Son tan pocos que creo que habría que cuidarlos como a flores raras; recordándolos, contando lo que pensaron e hicieron.
Con su actitud valiente –nada más osado que ser el cuerdo en el país de los locos– Salazar salvó, probablemente, cientos de vidas, si no más. De haber vivido en otra época tal vez tendría un árbol plantado en alguna avenida de los justos entre las naciones. Su nombre no debería quedar arrinconado en la historia.
Escrito queda a la consideración del Tribunal. A Domingo, 13 de septiembre del año del Señor de 2015.
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