Salgo del taxi, respiro un pedazo de cielo azul y mientras contemplo el amontonamiento de ladrillos y ventanas que se extienden frente a mí me pregunto si puede existir algún símbolo más cristalino de la enfermedad y la muerte que un hospital. A los hospitales nadie debería ir a morir, los hombres deberían morir en guarderías porque es allí donde los conduce la ternura que se levanta en torno a ellos, como una aureola, en sus últimos instantes.
El pecho se me abarrota de alacranes al acceder al edificio, apenas he entrado y ya puedo olerlo, la enfermedad también tiene un aroma, vive en los hospitales y se alimenta de gestos, el llanto desconsolado de una madre al salir de la unidad de enfermos críticos, el cansancio colgado de las pestañas de un niño que durmió toda la noche junto a su hermano, el médico que diagnostica osteosarcoma o linfoma o lupus o cualquier otro insulto con la hiriente indiferencia de quien informa de los problemas del tráfico o de la subida de los precios del pescado.
He aprendido a no marearme con este fastidioso hedor, lo que no podré soportar será el olor tierno de la piel de mi madre cuando ella me abrace cuatro plantas más arriba, allí no me marearé ni sentiré náuseas sino un deseo irracional de volver a su útero, regresar a la calidez de su vientre, para que así el tiempo eche a correr hacia atrás y todo comience de nuevo.
Daniel Ruiz García, Monte Gurugú (recogido en II Antología de relatos breves)