De aquel gran día habían pasado ya cinco años. El 8 de septiembre de 1918, coincidiendo con el duodécimo centenario de la legendaria batalla de Covadonga, toda una cohorte capitaneada por cardenales, obispos e, incluso, sus majestades Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenberg, habían coronado a la santina de Covadonga, niño incluido, con dos portentosas coronas sufragadas por todos los asturianos que quisieron dar tal destino a sus joyas de oro, platino, rubíes y zafiros. Como quiera que todas las resacas pasan, incluso las canónicas y las reales, las coronas habían sido casi olvidadas, desde aquel día, en la secretaría de la Casa Capitular, guardadas tan sólo por una puerta fragilísima, demasiado para el valor de las joyas que albergaban.

Fue entonces, el ocho de diciembre de 1923, cuando las coronas desaparecieron. Sin dejar rastro. Se celebraba la Purísima y, enfrascados en las celebraciones, quienquiera que hubiera vigilado las joyas dejó de hacerlo, permitiendo acceder al recinto al ladrón o ladrones. EL COMERCIO del día once, enfadadísimo: “La opinión pública ha visto cómo este robo audaz, por su carácter y circunstancias, ha podido verificarse sin el menor gesto de oposición y sin gran resistencia de cerradura y candados.” Aquello del robo audaz, empero, proporcionaría no poca polémica: al día siguiente, un grupo de creyentes publicaría una carta aclaratoria en la que cargaba, primero, contra Maximiliano Arboleya, a la sazón deán de la catedral de Oviedo, y después contra la prensa, que insistía en la audacia del robo.

Sin entrar a catalogar o no la primera polémica, sí que parecía que el robo, más que audaz, había sido bastante basto. Aprovechando la ausencia de vigilancia alguna, el ladrón o ladrones entraron a la fuerza en la secretaría, forzando la puerta de entrada con una palanqueta. Abrieron la portezuela del tríptico con una llave falsa y, a falta de limas u otros elementos “profesionales” para el latrocinio, arrancaron a la fuerza las coronas. Las espigas de oro que las sujetaban a la base aparecieron rotas por los tirones de los amigos de lo ajeno, los cuales, afirma EL COMERCIO, “debe tratarse de gente zafia, pues dichas coronas estaban arrancadas a viva fuerza, a puño limpio, con salvaje empuje.”

Las alarmas se dispararon aquel fin de semana. El Gobernador Civil, rápidamente enterado del robo mediante telegrama, dio órdenes para que la guardia civil vigilase en trenes y carreteras, “a fin de evitar que los audaces ladrones pudieran huir de Asturias”, algo que, en los primeros momentos, se temió pudiera ser ya inevitable. Las actuaciones fueron rápidas, tanto que los propios reporteros de EL COMERCIO las sufrieron en carne propia cuando, de vuelta desde Covadonga a la redacción en Gijón, no pocas parejas de agentes les detuvieron en varias ocasiones, solicitándoles la documentación y examinándoles de arriba abajo el coche. Se temía que los ladrones hubieran huido a bordo de un vehículo que, sobre las nueve de la noche –el robo había sido cometido sobre las seis de la tarde- pasó, en dirección a Francia, por Soto de Cangas, a toda velocidad; y al cual afirmaban haber visto, ya en plena madrugada, cruzar Colombres.

De cualquier modo, las primeras sospechas fueron bastante pobres. Se creyó autor del robo a un joven de buena presencia que había pasado la noche anterior en la hospedería de Covadonga y que el domingo visitó la gruta, el Santuario, la catedral y las reliquias ahora desaparecidas… y que había firmado, al final, en el libro de visitas con su nombre. El ladrón había sido torpe, es cierto, pero no tanto. Y, para sorpresa de todos, estaba mucho más cerca de lo que se pensaba.
Imagen, arriba a la izquierda: La entrega de las joyas. Presentes, el juez de Cangas de Onís, el Comisario de policía de Miguel, el canónigo del cabildo de Covadonga, el secretario del juzgado y el agente de Santa Eulalia.

Aunque la diferencia idiomática suponía un trance bastante dificultoso, o quizás precisamente por ello, el interrogatorio del comisario de policía Adolfo de Miguel, que duró toda una noche, liquidó las fuerzas de Wollmann. Acabó, exhausto, confesándolo todo: había robado las coronas con sus propias manos –de ahí las heridas que se produjo, al clavarse las espigas de oro que rompió en el intento- y, con ellas, “marchó a campo traviesa hasta la orilla del río, junto al campo de foot-ball de Cangas de Onís, donde las enterró”. Mientras la guardia civil recorría Asturias en su búsqueda, las valiosas joyas –valoradas en el juicio posterior en 325.000 pesetas, aunque aquellos días se llegase a afirmar en la prensa que valían más de un millón y medio- reposaban a la orilla del Pigüeña, y el ladrón pasaba la noche en vela en Cangas de Onís, pensando qué iba a hacer con ellas.
Imagen, abajo a la izquierda: El redactor de EL COMERCIO, Fernández, hablando con los dueños del hotel Santa Cruz, donde se alojaba el alemán, a la izquierda. A la derecha, el juez de Cangas de Onís con el comandante en jefe de la guardia civil, el representante del cabildo de Covadonga y Fernández.

