La delincuencia ataca, lastima, daña; afecta el presente y atenta al futuro, incluso es capaz de borrar tu historia, tu legado, tu herencia.
Te arrebata recursos, la tranquilidad, la paz, la confianza en los demás, hasta tu salud y la de las personas cercanas a ti.
La delincuencia victimiza.
Cuando somos víctimas nos mueve, o paraliza, el dolor de lo perdido, buscamos la reivindicación, el pago, la compensación.
Buscamos recuperar, volver a vivir como estábamos antes de la transgresión, ser resilientes… Eso no es posible.
Sobrevivir a un ataque de la delincuencia implica comprender que no seremos los mismos de antes.
Las heridas y pérdidas dejan huella en nuestro ánimo, en nuestro cuerpo, en nuestra alma; reconocerlo permite cuidarnos para sanar y construir a partir de la experiencia; redefinirnos y reinventarnos.
¿Perdonar?
Sí, por salud.
Primero a ti mismo y después al prójimo; más no olvidar. Confiar en los demás es saber de lo que cada persona es capaz de hacer, para bien o para mal.
Después de un ataque de la delincuencia hay que aprender y crear para trascender.
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