Hace medio año me decidí a abandonar mi apartamento en New York y mi puesto como profesora adjunta en la universidad para viajar. Fue difícil atreverme; la posición que tenía me había costado años de esfuerzo, decenas de trabajos precarios y pisos compartidos con multitud de personas a cual más desequilibrada, horas de trámites con abogados y lágrimas para ser aceptada como inmigrante. Cuando parecía que había conseguido por fin cierto reconocimiento y estabilidad emocional y laboral en una de las metrópolis más intensas del mundo, me vi decidida a marcharme. Después de haber luchado tanto, necesitaba irme y no daba crédito a mi propia incongruencia. Era, sin embargo, una necesidad imperiosa; quería sentirme libre, sin horarios, fuera de la jaula social y de las limitaciones que me había auto- impuesto a lo largo del tiempo como una forma masoquista de boicotearme.
Por supuesto temía la incertidumbre a lo desconocido, el futuro y el regreso, pero comprendí que se debía principalmente a una educación fundamentada en el miedo, a haber crecido en una cultura basada en la represión, el castigo y la amenaza.
En mi fuero interno empecé a hacerme preguntas a bocajarro; ¿qué es lo que haría si tuviera dinero? Y me sorprendí descubriendo que no necesitaba dinero para acometer lo que anhelaba hacer. En la vida, lo difícil es saber lo que se quiere, pero una vez que se define se puede conseguir.
Me fui a Asia con mi pareja. En mi caso, ahorré después de pasar un año a merced de un sistema capitalista despiadado, con horarios demenciales y sin apenas tiempo para dormir, pero no es la única forma; en cada país se ofrecen puestos de trabajo a cambio de comida y alojamiento que permiten integrarse en la cultura local sin necesidad de gastar dinero. He conocido a parejas que escribían blogs de viaje y que conseguían subvenciones y sponsors gracias a la propuesta de itinerarios y las experiencias compartidas, y son muchos los que se dedican a enseñar un idioma. Incluso si se tiene un presupuesto reducidísimo y no se quiere trabajar, el dinero se puede estirar en continentes como Asia, donde un plato de marisco cuesta un euro, se puede conseguir un bungalow a la orilla del mar por seis y desplazamientos que rondan las veinte horas de trayecto en autobús no superan los dieciocho euros. En contra de lo que muchos piensan, viajar es en muchos casos una forma de vida mucho más asequible que la de afrontar un día a día en un mismo lugar.
El primer descubrimiento fue comprender que estaba rodeada de personas en el mismo momento vital que yo. Conocimos a muchos jóvenes que con apenas veinte años daban la vuelta al mundo solos con el fin de experimentar y saber lo que querían hacer con su vida antes de verse forzados a decantarse por estudiar una carrera en particular. Este recorrido iniciático abanderado principalmente por australianos debería ser un modelo que seguir. En el camino también encontramos a mucha gente mayor que tenía que romper con esquemas y ataduras de mayor consideración, gente excepcional, reflexiva y valiente que personificaban nuevos modelos de vida a seguir, como por ejemplo una pareja de franceses que viajaban con sus tres hijas de siete,ocho y diez años, encargándose ellos mismos de su educación; un ilustrador brasileño que aprovechaba su trabajo freelance para explorar el mundo sin necesidad de un campamento base; una checoslovaca que llevaba cinco años trabajando como profesora de inglés a cambio de alojamiento y comida en Camboya, Laos y Vietnam, sin posibilidad de ahorrar pero con la opción siempre de vivir en un lugar nuevo; y varias parejas de americanos que rondaban los cuarenta años y habían decidido dejar su trabajo en Estados Unidos para viajar tratando de no preocuparse por el futuro.
Cada vez es más la gente que se atreve a renunciar a sus posesiones a cambio de experiencia. La seguridad no existe; una casa, un matrimonio, un hijo, un trabajo o un coche no son garantía de estabilidad en la sociedad actual. Son una ilusión, algo a lo que sujetarse en vida como quien se aferra a la religión al borde de la muerte. El éxito es temporal, la vida es cíclica, y lo único que sabemos a ciencia cierta es que todo cambia, como cantaba Mercedes Sosa y como proclaman los budistas; es por eso que la capacidad de adaptación es uno de los tipos de inteligencia más útiles para el ser humano.
En cada viaje se aprende a respetar las costumbres de los locales y sus códigos de conducta. Lo más interesante es mimetizar; comer lo que ellos comen, hacer lo que ellos hacen, y sólo así podemos expandirnos, enriqueciendo nuestro conocimiento, observando sin invadir. Durante este tiempo me he beneficiado de la medicina china, especialmente de la reflexología como tratamiento semanal para ayudar a restaurar el buen funcionamiento de los órganos y del chi kung para equilibrar la energía chi del cuerpo (cuya alteración origina enfermedades); hemos bailado en una boda laosiana al estilo minimalista de los locales moviendo únicamente las manos y avanzando en círculo con una amplia sonrisa; hemos vivido en un pueblo sin electricidad, coches ni asfalto, despertándonos con el canto de los gallos; he fumado opio con la tribu de los hmong; he experimentado la fuerza del monzón haciendo temblar la cabaña de madera donde nos refugiábamos; he caminado durante horas por los arrozales de Sapa; me han hecho por primera vez un traje a medida; he profundizado en los estragos del comunismo; he visto cómo los monos salvajes invadían mi barco; he sido capaz de hacer un vipassana al Norte de la India ayunando; hemos navegado y dormido en barcos mientras recorríamos los canales de Allepey y zigzagueábamos entre las más de dos mil islas inhabitadas de Halong Bay; he bailado música electrónica en el agua durante horas; he probado los beneficios de la medicina ayurveda; he pasado tres días recorriendo el desierto montada en un camello y durmiendo a la intemperie, he atravesado la jungla en elefante. He visitado India, China, Laos, Vietnam y Tailandia.
Uno aprende que no necesita tanto, que en realidad no necesita apenas nada. Durante todos estos meses, me vestí con unas pocas prendas baratas que cargaba en mi mochila. Liberada de las constricciones sociales aprendí a ensalzar mi belleza sin apoyarme en accesorios, moda, maquillaje o tacones; lo que me hacía más atractiva delante del espejo era la plenitud y la tranquilidad de saberme haciendo lo que quería; esa satisfacción rotunda.
El universo se reduce a lo indispensable y es así como uno vuelve a conectar con su esencia. Durante el viaje, la marea mojó mi ordenador portátil, mi teléfono móvil y mi pasaporte en un mismo día, dejándome completamente noqueada. Sorprendentemente, me sobrepuse rápido, sintiendo un enorme alivio al sentirme por fin aislada, sin la presión de estar localizable y comunicarme constantemente. A día de hoy, tres meses después, aún sigo sin ordenador.
Pero quizá lo que me ha resultado más difícil y al tiempo más interesante ha sido convivir veinticuatro horas al día con mi pareja, lo que ha intensificado nuestra relación mucho más que la de algunos matrimonios que sólo se ven al salir del trabajo. Muchos amigos con pareja estable me habían advertido que habían llegado a romper dos o tres veces durante un viaje de una semana o quince días; es entendible, porque uno se sube a una montaña rusa emocional a veces en contra de sí mismo y del que le acompaña. Yo me considero mucho más tolerante, comprensiva, compasiva y considerada que antes, más consciente de mis imperfecciones. Ha sido sumamente revelador descubrir que es sólo cuando se comparte una experiencia con alguien cuando se descubre realmente cuál es nuestro avance espiritual y que es sólo en los enfrentamientos cuando puede medirse nuestra nuestra madurez y equilibrio.
Yo emprendí mi viaje porque necesitaba escapar de mi zona de comodidad, conocerme en diferentes situaciones, fortalecerme y descubrir formas de vida alternativas. Emprendí mi viaje para serme fiel a mí misma en lugar de convertirme en una esclava del miedo, del lamento y de la autocompasión y porque a lo largo de mi vida he comprobado que cuando me he arriesgado y he acometido algo difícil siempre he obtenido una recompensa; lo que diferencia a unos de otros; es el atreverse a superar lo que nos asusta.
El balance de mi cuenta bancaria ha quedado reducido pero mi balance vital ha sido tan positivo que sería un gravísimo error aventurar que a partir de ahora vuelvo a empezar de cero.
Hay veces en las que nuestra vida sólo necesita una pausa.
C. Marco