Detrás de mí, un grupo de animados abuelos del barrio se quejaban de que los jóvenes abusaban del alcohol, y que además habían perdido todo pudor y decoro, pero si nos remontamos a las raíces paganas de la Noche de San Juan, esa noche era el momento que celebraban la vida, el amor y la felicidad, y todo el mundo sabe, lo que eso significa en cualquier época y cultura. Además, viendo la velocidad con la que aquellos abuelos vaciaban sus tazas de vino, era patente que esa destreza la habían ido perfeccionando a lo largo de los años, así que sus noches de San Juan tampoco debían estar libres de pecados.
El pecado, es uno de los ejes centrales de cualquier creencia religiosa, se basa en la idea “salirse del camino”, un camino que nos marcan esos códigos de conducta que son las grandes religiones monoteístas, pero para ser purificado se tiene que haber pecado primero, o eso nos dice San Juan, el santo que da nombre al remake cristiano de la celebración.
El cielo estaba casi despejado, únicamente, algunos cirros de nubes que se desplazaban movidos por un ligero viento del norte, viento que de vez en cuando formaba una brisa marina que se agradecía, ya que la noche era sofocante y más cuando las llamas de la hoguera comenzaban a devorar los troncos, los viejos aparejos de pesca que la formaban.
Las hogueras que había disfrutado de niño habían ido desapareciendo paulatinamente por el avance de los edificios, hoy en día solo se permitían en algunos emplazamientos de la ciudad, mi barrio era uno de ellos, una pequeña playa y un largo paseo marítimo era un excelente escenario en el que cientos de personas disfruten, cada uno a su modo, de aquella noche.
Además de la hoguera principal, una decena de pequeñas hogueras iluminaban la playa con tonalidades rojas, amarillas y azules, en algunas, sus brasas rojas ardientes doraban sardina que acabarían en alguna rebanada de pan de maíz, en otras, grupos de jóvenes cumplían el ancestral ritual de saltar sobre el fuego y el contemporáneo ritual de subirlo al cielo de Instagram donde los dioses digitales esperaban ansiosos sus ofrendas.
Para quien no quisiese saltar sobre el fuego, se había inventado “la queimada” un brebaje compuesto por aguardiente, azúcar, gramos de café y frutas, que se quemada en una cazuela de barro a la vez que se entonaba un conjuro para ahuyentar los malos espíritus. El intenso color azul de las llamas de aguardiente y las gotas de fuego del azúcar convirtiéndose en almíbar cayendo del cucharon de barro ardiente, producen un efecto hechizante sobre quien la hace y sobre quienes observan cómo se elabora.
Cuando el fuego se consumió por completo, un remolino de gente rodeó el muro piedra sobre el que reposaba la cazuela de barro, todos en busca de un poco de aquel licor de aroma dulzón y embriagador. Me plateé acercarme, pero desistí de pelearme con aquella masa de jóvenes, viejos, mujeres y hombres por unos sorbos del aguardiente purificador, y decidí alejarme de la zona. Mientras buscaba con la mirada cual era el mejor sitio para alejarme de aquel bullicio de gente y del calor del fuego, noté como una mano se posaba en mi cintura utilizándola como apoyo para girar y quedar frente de mí.
– No son de barro, pero supongo que nos purificará igual.
Era Julia, ofreciéndome un pequeño vaso de plástico lleno de queimada recién hecha; como siempre aparecía en el momento en que menos me lo esperaba. Por un instante me quedé observando como el viento levantaba el vuelo circular de la caída de su falda dejando expuestos sus muslos durante unos segundos.
– Como me sigas mirando así, vas a tener que beber varios de estos para purificarte del todo.
– No esperaba verte hoy. ¿Has venido sola?
– No, con unos amigos, están allí al fondo de la playa.
– Vuelve entonces, seguro que te echarán de menos.
Julia dio un sorbo a su queimada, miró hacia donde estaba su grupo de amigos bailando y saltado alrededor de una pequeña hoguera, y tras un par de sorbos volvió a mirarme.
– Me gusta su sabor dulce y fuerte a la vez.
Me cogió de la mano y con la mirada me invitó a seguirla, dejamos atrás el bullicio de la playa y nos perdimos entre la clandestinidad de las sombras del paseo. A medida que nos alejábamos de la fiesta el silencio también iba ganado terreno y los acordes de la música sonaban cada vez más lejanos. No éramos los únicos, otras parejas intentaban perderse también entre las sombras, pero me sentí hipócritamente incómodo ya que nuestra diferencia de edad era evidente.
– La noche es hermosa, dejemos las miserias dormir y disfrutemos de su oscuridad.
La oscuridad se hizo más profunda a medida que nos adentrábamos en la senda que penetraba en las mismas aguas de la Ría. El paseo lo cubrían las ramas de los árboles que separaban la zona peatonal del pequeño acantilado de rocas. Julia apuro sus pasos, dejándome atrás, avanzando por el camino empedrado. La tela de su falda revoloteaba ayudada por la brisa marina y al darle la espalda a las luces de algunas pequeñas farolas, aquella tela se convirtió en un tapiz transparente bajo el que se dibujaba perfectamente el contorno de su cuerpo.
– Ven, sígueme. Aquí no nos ve nadie
– ¿Estás loca? Nos vamos a matar entre esas rocas
– Venga, si los jubilados se bajan por ellas para pescar ¿Tú no te atreves a bajar? ¿No soy suficiente pez para ti?
Otra vez apareció la Julia desafiante, allí estaba, oculta entre las sombras de uno de los arboles cercanos que bordeaban el paseo de aquella espiga de terreno ganada al mar, en su rostro entre zonas claras y oscuras, sus ojos negros me volvían a retar como otras veces.
– A hablar se aprende hablando, a improvisar, se aprende improvisando
Dijo a la vez que se ocultaba entre una de las rocas; la había perdido de vista y ahora solo veía su sombra reflejada sobre otra roca. Me quede observando aquel improvisado espectáculo de sombras chinescas, ella sabía que yo acabaría bajando y yo sabía que ella no subiría, así que disponía de tiempo para disfrutar del juego visual de su silueta entre la penumbra, la luz de la luna y la de una farola perdida del pequeño acantilado artificial.
La silueta de Julia se movía sobre la rugosa superficie de las piedras y las plantas de las namoreiras que crecían entre ellas. Las namoreiras son flores de costa, capaces de crecer en condiciones duras como entre aquellas rocas bañadas por la sal del mar y mecidas por constantes vientos. Pero a pesar de esa dureza, dice la tradición, que, si la coges la noche de San Juan, y eres capaz de introducirla en el bolsillo de la persona amada de manera discreta, la flor se encargará de enamorarla para toda la vida. Galicia es una tierra de hechizos y las meigas son sacerdotisas, uno de los pilares más importantes de su magia era la naturaleza, quizás pensaron, que, de alguna forma, la resistencia de aquella flor a condiciones tan duras se transmitiría a la nueva pareja de enamorados.
Los brazos de la sombra de Julia se abrieron, al hacerlo otra sombra recorrió su espalda, la de su camisa, hasta desaparecer sobre la roca. Ahora se podía ver perfectamente la silueta de uno pechos, una sensual curvada que terminaba en lo que parecía un endurecido pezón que al poco tiempo la sombra de dos dedos envolvió por completo.
Ver lo invisible empezó a excitarme, las cosas que no se ven pueden ser eternas como aquella escena de curvas femeninas de luz y penumbra sobre la superficie de una roca. Una brisa de aire movió las flores, sobre las que se proyectaba la sombra de su mano apretando la de sus pechos.
Por momentos podía oír su respiración tras la roca en la que se encontraba, mientras, al otro lado de la manga de mar, las playas de la Ría, la luz de otras hogueras formaba un arco de llamas de colores rojos, amarillos y azules, algunas ya casi consumidas y otras aún permanecían en píe, resistiéndose a ser consumidas por el fuego de San Juan. Al igual que yo, que me resistía a bajar donde se encontraba Julia, podría decirse que otro tipo de fuego me estaba consumiendo, pero, aun así, estaba disfrutando de aquel momento de improvisación.
Una brisa trajo el aire caliente de aquellas hogueras y recorrió la costa, las flores de las namoreiras volvieron a moverse, pero sus tallos se mostraban firmes y tensos, al lado de ellas, sobre la superficie de piedra, y la misma brisa hacia que la sombra de la falda de Julia subiese por la de sus piernas dibujando sobre la roca todo tipo de sensuales figuras.
Noté que mi camisa se empezaba a pegar a mi cuerpo, el calor húmedo de la noche, ayudado por el que desprendían de las hogueras, me estaba haciendo sudar. Solo la proximidad del mar y alguna brisa perdida refrescaban de vez en cuando el ambiente.
– Empieza a hacer mucho calor.
Era la voz de Julia tras la oscuridad de las rocas
– Sí, tengo la camisa empapada.
Le respondí a su proyección sobre las rocas. Como todas las sombras, carecía de volumen, aun así, desprendía una carga brutal de erotismo, y también, como las demás sombras, convergía en punto de contacto con el cuerpo que las proyectaba, en este caso, sus pies dentro de unas sandalias de suela marrón y una tira de tela vaquera, que cruzaba y cubría parte del empeine, sobre las que al poco tiempo cayó su falda.
– Pues quítatela y ven aquí.
Descendí por la empedrada bajada llegando casi hasta el borde donde empezaba el mar, ya de frente la busqué en la penumbra hasta encontrarla en una especie de cueva formada por unas rocas que a su vez cubrían las ramas un árbol, haciendo que aquella esquina permaneciese oculta a la vista de cualquiera.
Estaba de pie, conservaba únicamente una braguita de color blanco que resaltaba entre la oscuridad de aquel rincón, en el suelo estaban la blusa y la falda que previamente habían formado parte del estriptis de sombras chinescas que había presenciado.
– Hueles a humo y a sardinas asadas.
– Es la noche de San Juan.
– Hay una canción que dice que en esta noche el noble y el villano, bailan y se dan la mano sin importarles la facha.
– …Juntos los encuentra el sol a la sombra de un farol empapados en alcohol magreando a una muchacha…
Antes de acabar la estrofa, mi camisa ya estaba en el suelo acompañando a su falda, y a los pocos segundos sentí como sus manos acariciaban mi espalda, las yemas de sus dedos bajaron desde mi hombro hasta llegar a mi cintura. El silencio no era absoluto, a lo lejos se oía la música y el bullicio gente de la hoguera, pero solo era un rumor lejano casi imperceptible que se mezclaba con el que producía el mar al chocar con la orilla.
Mis pantalones no tardaron mucho en acompañar a mi camisa, sentí la brisa del mar en mis muslos y la mano de Julia en mi miembro, sus dedos comenzaron a recorrer mi capullo acariciándolo formando de círculos a la vez que lo apretaba suavemente. Sin esperar mucho más, lo acercó a su boca y posando su lengua sobre él comenzó un lentísimo sube y baja.
La oscuridad de nuestro escondite no me permitía verla con claridad, únicamente algunos rayos de luz, que se colaban entre las ramas de los árboles, formaban un juego de claroscuros sobre su piel morena. Mi vista se perdió siguiendo la estela de color azul de un faro, que sobre la superficie del mar que parecía moverse al mismo ritmo que sus labios. Mi espalda buscó un punto de apoyo entre aquellas rocas, al hacerlo, sentí la fría e imperfecta rugosidad de aquella superficie en mi espalda, a la vez que la suavidad húmeda y caliente de su boca en mi miembro.
De vez en cuando, un ligero viento traía un fuerte olor a madera quemada que se mezclaba con el de la tierra y el salitre del mar, una extraña mezcla de aromas que hizo que me olvidase que enfrente de nosotros, al otro lado de aquella pequeña ensenada, un par de cientos de personas bailaban y se reían.
La sensación de sus labios resbalando por la zona más sensible de mi glande, hizo que presionase todavía más mi espalda contra la roca que me servía de apoyo, pequeños fragmentos de roca se clavaban en mi espalda, mientras sus manos subían por mis piernas, su boca abandonaba la parte de mi cuerpo que la había mantenido ocupada, siguió subiendo hasta que nuestras caras quedaron una frente a la otra, entre la penumbra de las sombras y algún rayo de luz que se colaba entre las ramas.
Desplazó su mano hacia mi sexo, lo agarró y muy despacio lo fue acercando al suyo, justo cuando nuestras miradas se cruzaron se lo introdujo dejando escapar un gemido. Otra vez el penetrante olor a humo, tierra y salitre, se metía en mis fosas nasales, pero esta vez mezclado con el de nuestros cuerpos cada vez más húmedos por el bochorno y la excitación.
Comencé un movimiento suave, entraba y salía de su sexo sin apenas presión. La brisa del mar comenzó a soplar suavemente, aquellas corrientes de aire llenaban nuestros pulmones de un aire fresco y nos daba fuerzas para seguir con nuestra coreografía a base de movimientos lentos y suaves, moviéndonos en la oscuridad, despacio sin prisas sobre una roca que no medía más de metro y medio.
Una ola más fuerte que la demás, posiblemente producida por algún barco de pesca que empezaba a faenar, rompió contra la orilla. Sus gotas de agua fría salpicaron mi cara y empaparon su espalda, su cuerpo reaccionó al frío del agua apretándose con fuerza contra mí, sus pechos mojados por el sudor y el agua empaparon mi piel, la humedad de ambos facilitaba que el cuerpo de Julia se deslizase sobre el mío como dos piezas recién engrasadas.
Durante unos segundos, ayudados por un fugaz haz de luz, nuestras miradas se cruzaron por un momento; sus ojos se clavaron en los míos, después su lengua recogió una a una las gotas que descendían por mi rostro hasta llegar a mis labios.
Mis labios agrietados ardieron por contacto de la sal hasta que el húmedo roce de su lengua los templó, entretanto su sexo se empezaba a contraer, notaba la presión de su vagina cerrándose sobre mi miembro cuando la penetraba y sus uñas clavándose en mis hombros buscando apoyo para tensar más su cuerpo sin que me saliese de dentro. Muy a lo lejos se podían oír los redobles de los tambores de una canción a la vez que otra ola se rompía salpicando su torso y un reguero de agua fría corría por su carne morena hasta llegar dónde nuestros sexos se unían.
El frío líquido empapó el vello de ambos sexos y mis manos sintieron como la piel de sus nalgas se erizaban por el deseo y el contraste de temperaturas, la atraje hacia mí, volví a sentir la rugosidad de la roca en mi espalda, pero me daba igual, la acerqué más, la besé y así permanecimos unos segundos.
Su aliento caliente se mezclaba con el viento, el mismo que de vez en cuando movía las sombras sobre su rostro y permitía que nuestras miradas se cruzaran, al hacerlo, vi en sus ojos que el orgasmo era inminente, ella debió ver lo mismo en los míos, de tal forma que apretó sus piernas fuertemente contra mí, yo la elevé ligeramente para facilitar mis movimientos y aumenté el ritmo de forma paulatina. Julia clavó sus uñas en mis brazos, aguanté el dolor de sin dejar de penetrarla mientras de su garganta salía un orgasmo. El ritmo de su respiración fue descendiendo hasta que de nuevo la calma de la noche se apoderó del momento, arriba a lo lejos se oía el murmullo de una conversación completamente ajena a lo que estaba sucediendo a pocos metros.
– Vamos a tener que saltar muchas hogueras para purificar nuestros pecados.
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