
Desde hace muchos años vivimos la moda de la reinterpretación de las óperas, y a menudo parece que los directores escénicos no hacen un buen trabajo si no cambia la acción de época o si no se viste a los personajes de manera estrafalaria. Así, por ejemplo, Don Giovanni ha viajado hasta Harlem (Peter Sellars dixit) o la Babilonia de Semiramide se ha llevado al espacio gracias a Dieter Kaegi. Nada que objetar, siempre y cuando el trabajo tenga sentido y se haga con conocimiento de causa, con respeto hacia texto y partitura, y con un minuicoso análisis de esa "actualización". Ha habido ejemplos brillantes, y recuerdo ahora, a bote pronto, una magnífica versión de Rigoletto que Jonathan Miller llevó a la Little Italy neoyorquina de los años cincuenta, dominada por la Mafia.
Esta Salomé chirría (y no me parece un detalle menor) por las muchas incoherencias entre lo que se dice y lo que se ve. Que se hable de Herodes el tetrarca y lo que se vea sea un patético hortera, o que se refieran al Palacio cuando estamos en un casino no ayuda a sentir el drama que transcurre en escena que, vuelvo a decir, tiene algo de magnética. La música de Richard Strauss, envolvente y rica en colores, aporta su magia y el espectáculo es, en conjunto, magnífico.
Foto: Javier del Real