El 14 de abril se ha celebrado, un año más, la conmemoración de la proclamación de la II República española, que se instauró en 1931, pocos meses después de la caída de la dictadura del general Primo de Rivera. La monarquía, representada entonces por Alfonso XIII, carecía de todo apoyo social y la clase trabajadora le responsabilizaba, con razón, de liderar la opresión y los valores de la derecha. Sin duda alguna, el 14 de abril habría de ser en el Estado un día de homenaje y reconocimiento a los nuevos valores y principios que impulsó la II República e interrumpió cinco años más tarde el alzamiento fascista, que dio paso a una guerra civil, después a una dictadura y más tarde a una transición tutelada por los poderes fácticos.
El hecho de que una efemérides como ésta no merezca la atención de nuestras instituciones, ni formaciones políticas más representativas, bajo la excusa de no reabrir viejas heridas, pone de manifiesto su falta de voluntad para liderar un proceso de reconciliación, basado en parámetros de verdad, justicia y reparación. La II República no es sólo un periodo más de nuestra historia reciente; constituye una etapa de cambio, transformación y modernización, que marcó un hito en ámbitos tan relevantes como son el acceso a la educación, la igualdad legal entre sexos, el reconocimiento de la pluralidad del Estado, la apuesta por la laicidad y el compromiso sincero con la actividad pública y social.
Cabría preguntarse en este sentido por las razones que se esconden tras el manto de oscurantismo con el que formaciones ideológicamente tan distantes como son PSOE o PP, e incluso PNV y CIU, legitiman al unísono el silencio institucional que mantienen en relación con un régimen avalado en las urnas por la ciudadanía. Poco o nada importa que la II República amparara, por primera vez, los derechos políticos y civiles de las mujeres, o impulsara el sufragio universal. La Constitución de 1931 avaló el salto del Estado español a una democracia real, que definió un marco de bienestar social, aprobó los primeros estatutos de autonomía y renunció a la guerra como instrumento de política internacional.
La libertad. la justicia, el federalismo, la conciencia crítica y los derechos humanos fueron, de hecho, sus señas de identidad. La II República perseguía, de algún modo, un sueño de fraternidad y solidaridad, en el que el futuro quedaba en manos de las personas, incluidos los trabajadores y trabajadoras, a quienes se dio un gran protagonismo. No se trata de caer en la nostalgia, ni tampoco de idealizar el pasado, pero es necesario admitir que la II República, merece, cuando menos, ser tomada en consideración. Lamentablemente, el poder surgido de la transición, que impuso una monarquía heredada del franquismo, no quiere mirar atrás porque sabe que ha dejado caer en el olvido a quienes defendieron, en su día, un régimen legítimo y democrático.
Es seguro que esta actitud responde a un sentimiento de vergüenza y traición por parte de quienes fueron adalides de la II República y hoy son aliados de la monarquía y cómplices de su proximidad con las políticas económicas y sociales más reaccionarias. Habrá quienes intenten disimular, definiéndose como juancarlistas, pero es sólo una trampa más porque en el futuro serán felipistas. La monarquía es un régimen antidemocrático, incompatible con una sociedad activa y participativa, a la que no se le puede hurtar el derecho a elegir a su jefe de Estado. Las nuevas generaciones tienen la opción de implantar la III República. Claro que para ello deberían conocer antes nuestra historia, justo aquella que muchas y muchos quieren borrar de la memoria.