Me acerco a estas páginas sobre el mundo del fútbol, a pesar de no ser un gran aficionado a ese deporte, porque quería conocer la manera en que Javier Marías abordaba esa pasión vital(es decir, surgida en la infancia y no abandonada durante los años de la madurez). Y me he encontrado con un madridista que, lejos de ingresar en el energumenismo, se adscribe siempre a los matices: renegar de los triunfos inmerecidos, aplaudir las bondades de los jugadores rivales, apostar por la caballerosidad a ultranza, analizar objetivamente los méritos y deméritos de su club y, sobre todo, enarbolar como divisa una frase plausible, que debería suscribir cualquier aficionado honorable: “Anhelamos la victoria de nuestro equipo, pero no por encima de todas las cosas, no a cualquier precio” (páginas 203-204).
Marías nos habla de su amor incondicional por Alfredo Di Stéfano; del hastío que ha llegado a producirle el juego anodino de su club durante algunas etapas (como, por ejemplo, cuando lo entrenaba Toshack); del absurdo emocional que supone alinear demasiados extranjeros en la plantilla; del innoble papel mercantilista y vocinglero que representan muchos de los actuales directivos futbolísticos; de su odio a las perillas (es gracioso el repaso que va realizando por las más ridículas y lamentables: desde el cardenal Richelieu hasta el portero Barthez); de la forma en que consiguió durante su infancia el cromo dificilísimo de Mendonça, que le faltaba para completar su colección (entregó a cambio una fotografía de su joven tía Tina); o de las fobias que siente por escritores como Paco Umbral, Antonio Gala o Alfonso Ussía (a este último, que optó a la presidencia del Real Madrid, lo define como “gomoso caricato” en la página 127).
Pero es que, además de las opiniones puramente balompédicas, el escritor nos ofrece interesantes observaciones sobre el esfuerzo, el pundonor, la constancia, la condición rejuvenecedora del fútbol (“recuperación semanal de la infancia”), la caducidad inapresable de cuanto nos rodea (“Una de las peores cosas de la vida es no saber casi nunca cuándo es la última vez de nada, o cuándo algo que nos entusiasma se acerca a su fin”) o la elevada astucia verbal de los caraduras (“Los demagogos recurren siempre a los sofismas tontos”).