Revista Cultura y Ocio

Salvamos la vida

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

viejos mesa grande_cortadoSalvamos la vida y allá nos parqueron, en el campamento. Pero el campamento no es para nosotros, los viejos, nos pasamos los días mano sobre mano, contando historias de aquí, recordando, mirando para la frontera, con esa tristeza que le anida a uno adentro, que no lo deja dormir, ni descansar. ¿Qué va a hacer uno lejos de la tierra? Un campesino sin tierra no es nada. De pensar en morirme en el exilio se me va la alegría. Así que mejor me regreso, les dije. No se vaya usted, Misael, me dijeron, que al otro lado matan. Pero no les hice caso y mejor me vine.

Atravieso páramos solitarios, hondonadas calientes y cerros helados, lejos de la gente y las patrullas. Uno está viejo, pero marcho despacio y sin miedo. Acá todo está enmontañado, solitario. La selva crece como una levadura y por ratos teje una maraña impenetrable, pero a cada paso que doy siento el olor de la bienvenida. Subo por el cerro Chagüite, buscando Los Quebrachos; es dura la pendiente, pero ahora estoy en mi tierra, alegre dentro de lo que cabe.

Por fin encuentro la casa. Ahora está caída, los adobes desmoronadas, el tejado hundido, y sólo un resto queda en pie. Me paro frente a ella y miro a mi alrededor. Todo está cambiado, pero reconocible. El monte ha crecido mucho, lo mismo junto a la casa que entre las matas de guineo y los palos de aguacate. El cerco de piñal, que recién había plantado antes de la huida, está bravío.

No voy a arreglar la casa porque no se puede recuperar el pasado, y galán se duerme en el suelo, cubierto uno con la cobija de estrellas; pero quiero buscar el lugar donde murió la esposa, para honrarla como es debido. Me la mataron los soldados y la enterré con prisas, mirando por salvar la propia vida, pero no encuentro rastro de la sepultura. Quizá me ha engañado esta memoria traicionera, pienso, y su muerte nomás la soñé. Quién sabe, si me estoy aquí y no me alejo tal vez la vea llegar por la vereda que viene de la poza. No hay prisa, me gusta pasar el rato mirando a lo lejos, a los cerros tan bonitos que le enseñan los dientes al cielo, a la montaña verde y al aire que tiembla con el calor.

De entre esa calima temblorosa aparece la mujer. Está bonita aún, y se mueve ligera. Lleva el cántaro en la cabeza, sobre el yagual, y los brazos apoyados en las caderas. Se acerca ondulando el cuerpo con galanura, como cuando era muchacha. Me ve y se sonríe, se detiene a mi vera pero no apea el cántaro. Conserva el pelo muy negro, aunque la piel parezca cáscara de zapote. Me mira directo a los ojos, como ha hecho siempre, y me platica aunque no mueva los labios, que ya están resecos. Cuesta creer que sean los mismos labios que tantas veces besé. Tampoco los míos, viejos y borrados, son los mismos. Han perdido la costumbre de besar y de hablar palabras de amor. Pero las platicamos ahora, por los años perdidos; las mías tienen sonidos y las suyas son mudas. Detenidos en la vereda se ha venido la noche y otra vez la mañana, y más noches con sus mañanas porque hace falta mucho tiempo para desquitarnos del silencio y el desamor que cargamos encima. Luego la veo partir con el cántaro sobre el yagual, y su figurilla se empequeñece más y más hasta desaparecer detrás de la loma.

Yo me quedo solo en medio de esta tierra y miro la sombra que proyecta en ella mi cuerpo reseco, y veo mis pies desnudos, sucios del polvo de cien senderos y otros tanto caminos. Este caminar por la tierra, pienso, esta existencia dura y sufrida que hemos llevado, adónde nos conduce, tanta desolación para qué ha servido, pero estoy alegre porque estoy aquí, en mi tierra, y aunque esté vacía y desolada un día volverá a llenarse de risas. Enfilo nuevamente la vereda y sigo adelante, andando en busca de otra gente, pero me doy cuenta de que no soy yo quien camina por la vereda, sino ella la que me camina a mí, la que me ha estado caminando desde siempre.


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