Como es sabido, si a partir de 2008 el desempleo se disparó en España, en 2012 se echó gasolina en el incendio.
Este último año se promulgó la bien conocida reforma laboral de Rajoy que optó, entre otras vías de precarización del empleo, por incentivar el uso del despido, en todas sus modalidades, como vía principal para proteger el tejido económico-empresarial. El primer golpe fue durísimo e inmediato: en el mes de febrero del año 2013 se alcanzaba en España un máximo histórico en las cifras de desempleo, 5.040.222 personas. El segundo golpe, sostenido en el tiempo, provocó una mutación en el modelo de relaciones de trabajo, instaurando la precariedad como norma.
Esa reforma laboral nos pasa factura ahora que una emergencia sanitaria se traduce en obligada inactividad productiva, lo mismo que las demás reformas llevadas a cabo en otros campos durante la pasada crisis y en los años sucesivos.
Si no se hubiera recortado el gasto sanitario y dado alas a la privatización del sistema, no estaríamos sufriendo ahora tantos problemas de saturación como los que tenemos. Si no se hubieran precarizado las pensiones ni se hubiera frenado la extensión del sistema de cuidados, nuestros mayores (y la población en general) no estarían sufriendo como sufren ni morirían tantos en las condiciones en que muchos están muriendo, desatendidos en residencias que son sólo puros negocios. Y sin la reforma laboral, no correríamos el peligro de que muchas empresas que van a recibir ayudas del Estado para que no cierren por causa del confinamiento de la población, aprovechen la coyuntura para realizar ajustes de empleo oportunistas. Algo que es imprescindible evitar para que, una vez que pase la inactividad forzada, nos encontremos con un problema laboral tan terrible como injustificadamente sobrevenido.
Las medidas iniciales del Gobierno para hacer frente a las consecuencias de la epidemia son bienvenidas puesto que evidencian una voluntad clara de orientar la intervención del Estado hacia la protección de las clases trabajadoras en unos momentos especialmente difíciles. Sin embargo, el avance de la pandemia y las previsiones actuales exigen una intervención en la economía de carácter más contundente. Más concretamente, es imprescindible que el gobierno garantice que las empresas que entran en inactividad a causa del confinamiento generalizado no realicen los despidos que en este momento se siguen produciendo. Hay que salvar a las empresas, desde luego, pero no al precio de que aprovechen la situación para realizar ajustes oportunistas de empleo.
Una mirada rápida a nuestro entorno nos confirma que hay diversas fórmulas para mitigar el impacto social de la crisis y reducir el número de despidos, unas con mayor alcance que otras.
Por un lado, destacan sin duda las medidas orientadas a compensar los salarios dejados de percibir por las y los trabajadores cuando las empresas paralizan su actividad. El ejemplo de España, con la activación del instrumento de los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTE) transita por esta senda. Y en un sentido similar se sitúan Bélgica, Francia o el Reino Unido, cada uno con los matices propios de los distintos sistemas.
En España, el ERTE vinculado al coronavirus conlleva una protección amplia, eliminando los requisitos ordinarios para que no existan condiciones de entrada ni se consuma desempleo. La prestación la asume la seguridad social y los porcentajes y topes a la percepción que van a recibir los trabajadores se mantienen, es decir, el 70% de la base reguladora, teniendo claro que la cuantía máxima es de 1.411,83 cuando se tienen dos o más hijos a cargo. La nueva regulación también exonera a las empresas del pago del 100% (o del 75% si tiene 50 o más trabajadores) de las cuotas a la seguridad social.
En Bélgica se ha establecido un modelo similar, con pago directo por parte de la seguridad social del 70% del salario y un tope de 2,754.76 al mes, más una asignación extra.
En Francia se ha reformado el "desempleo parcial", de manera que la empresa que suspende la actividad paga una compensación equivalente al 70% del salario bruto (alrededor del 84% del neto) a sus empleados. Los empleados con salario mínimo o menos deberán ser remunerados al 100%. En todas las situaciones, el Estado reembolsa a la empresa estas cantidades, cubriendo salarios brutos de hasta 6.927 euros. Este "desempleo parcial" se extenderá a las personas que trabajan en el servicio doméstico.
Por su parte, el renuente Reino Unido, cuyo Primer Ministro empezó la pandemia "asumiendo el coste social", ha establecido un mecanismo llamado "Sistema de Conservación del Empleo Coronavirus". Según este mecanismo, cuando el empresario no pueda asumir los salarios y siempre que mantenga al trabajador contratado, el Estado se hará cargo del 80% de los salarios, con un límite de 2.500 libras. El empresario puede complementar hasta el 100% si así lo desea (algo similar está previsto en Francia).
Todas estas fórmulas conllevan incentivos para mantener el empleo pero nos parece que no son suficientes si se quiere evitar que se produzcan despidos. Se centran en actuar frente a la obligada paralización inmediata de la actividad productiva y laboral, compensando en mayor o menor medida la carga salarial de las empresas que voluntariamente opten por los mecanismos de suspensión temporal, pero no contemplan la prohibición de despedir en este momento. Una laguna que podría llevarnos a una situación socio-laboral muy crítica, de magnitudes ahora mismo incalculables, cuando termine esta primera fase de inactividad por el confinamiento.
Es cierto que la solución española apunta tímidamente a esta cuestión, pues el Real Decreto Ley 8/2020 contiene en una disposición adicional (la sexta) que bajo el título de "salvaguarda del empleo" establece que las medidas extraordinarias en el ámbito laboral estarán sujetas al compromiso de la empresa de mantener el empleo durante el plazo de seis meses desde la fecha de reanudación de la actividad. Pero esta previsión, a modo de incentivo, queda abierta a múltiples interpretaciones.
Por un lado, parece claro que, si las empresas no mantienen el nivel de empleo tras reanudar la actividad, deberían pagar las cuotas a la seguridad social de las que fueron exoneradas. Pero este pago no parece un incentivo de suficiente cuantía para mantener el empleo. Por otro, podría pensarse que es posible una interpretación amplia que obligue a las empresas a devolver el conjunto de ayudas si optan por despedir, pero esto parece que va más allá de la intención del legislador. Por tanto, hay habrá que esperar a la concreta aplicación de la norma, cuando se renueve la actividad.
Más allá de lo ambiguo de esta disposición y de cómo deba de utilizarse para impedir despidos futuros, lo que está claro es que la norma actual no impide los despidos que se están produciendo en estos días. Y esto es ahora lo más preocupante, porque el número de personas que están perdiendo su puesto de trabajo aumenta.
En definitiva, estamos de acuerdo en que se proteja al máximo a las empresas en esta coyuntura tan difícil y defendemos que se garantice que no tengan que cerrar en el periodo de inactividad, bien retardando pagos, bien compensando su carga salarial, bien aportándoles ayudas, bien facilitándole el crédito. Pero, a cambio, consideramos igualmente indispensable que el Estado tenga la garantía de que, ahora y una vez que se supere esta primera fase de confinamiento, no se van a producir despidos justificados formalmente por la dificultad objetiva de la pandemia pero en realidad orientados a ajustar más cómodamente los costes salariales en favor exclusivo de los beneficios.
Lo que proponemos ya se ha establecido en otros países. Italia, epicentro de la crisis, decretó la prohibición del despido durante 60 días (desde el 23 de febrero de 2020) impidiendo la extinción de contratos por causas objetivas (principalmente, motivos inherentes a la actividad empresarial). Y Dinamarca aporta otro ejemplo quizá más digno todavía de seguir.
Allí, el importante desembolso de fondos públicos (13% del PIB) se orienta, entre otras medidas y previo acuerdo entre los agentes sociales y todos los partidos políticos del arco parlamentario, a cubrir los costes salariales de las empresas privadas (hasta el 75% de los salarios) que acrediten causas económicas para despidos colectivos, y siempre que las mismas se comprometan a no despedir con una duración de tres meses. Allí hablan de "congelar" la situación de la empresas mediante estas ayudas para que no se vean obligadas ni a despedir ni a cerrar a pesar de que no tengan actividad productiva o comercial mientras dura la crisis inmediata.
Somos conscientes de que ningún modelo es perfecto y que incluso estos dos últimos que van más allá que los anteriores dejan el espacio a la crítica, por ejemplo, porque dejan fuera a distintos colectivos.
El peligro que corremos en España es que sin un mayor compromiso normativo la epidemia se convierta a la postre en una puerta falsa para los reajustes de plantillas. Hay que tener muy presente que arrastramos una regulación del despido que incentiva su uso y que la reforma laboral prevista (prometida) para eliminar los errores de Rajoy no se llegó a culminar. Nos parece, pues, que ahora hay que ser especialmente prevenidos. A cambio de la imprescindible máxima generosidad del Estado con las empresas, y muy especialmente con las de menor dimensión y más débiles, creemos que hay que garantizar que va a darse un compromiso paralelo por su parte para evitar que se produzca un oportunismo empresarial que podría provocar una verdadera catástrofe socio-laboral en poco tiempo.