Ignoro si el verano de la foto corresponde a mi primera visita al Mar Menor, que bien pudiera ser, o si por el contrario ya lo conocía. Es el de 1964. En ella estoy con mis padres y con uno de mis hermanos, este con apenas cuatro meses de edad y yo con dos años.
Trazando un paralelismo entre el Mar Menor y mis padres, que ahí él tendría treinta y tantos años y mi madre estaría aún en la veintena, ambos exhiben ese esplendor propio que proporciona la salud y, por ende, el vigor y la robustez. Si la vida en gran parte son los olores que hemos percibido, recuerdo muy bien el que desprendía por entonces aquel mar de aguas hipersalinas. Y el roce de su arena, en la que jugábamos con las palas, el cubo y el rastrillo mientras las olas llegaban plácidas hasta la orilla en una sinfonía inacabada. Eran tiempos en los que desconocíamos palabras como anoxia o eutrofización, y en los que a las doradas, los mújoles, los langostinos y los caballitos de mar no les faltaba el oxígeno necesario para vivir plácidos en su ecosistema.
Era época de viviendas en bajo, con algún incipiente edificio de varias plantas, de paz y de sosiego, de canciones del verano por la radio, de atracciones de feria, manzanas acarameladas y algodón azucarado. Y de madrileños por doquier, para los que el Mar Menor siempre significó un referente, un lugar emblemático, una meta a modo de recompensa a la que arribar llegado el mes de julio. Aquellas familias que se arremolinaban bajo las sombrillas y los toldos, con sus mesas, silletas y neveras con hielo a la hora de la comida, tras la que a los pequeños se nos prohibía bañarnos por espacio de hora y media para evitarnos, decían, un corte de digestión.
Hoy el Mar Menor se nos muere, víctima de la indigencia humana. Como Homero expone en La Odisea, solo el coraje y la inteligencia de algunos hombres (y mujeres, tendríamos que añadir) nos conducirá a superar las adversidades que el mar nos presenta. Aunque él, en este caso y por sí solo, no sea el culpable de los males que lo aquejan. Nos queda la esperanza de que se imponga la razón humana. Ojalá a ello coadyuven esas más de medio millón de firmas -casi 640.000, al final- dirigidas al Congreso de los Diputados, que muchos hemos rubricado, para que se le dote de entidad jurídica propia a la laguna. Hasta los reclusos de los centros penitenciarios de la Región pidieron estampar su rúbrica. Y confiemos en que el sol, como dijo el clásico, en esos atardeceres incomparables, no se haya puesto aún por última vez.