Editorial El Aleph.
136 páginas.
1ª edición de 2008, ésta de 2010.
De Pedro Marial leí su primera novela, Una noche con Sabrina Love, hace unos 8 ó 10 años. Una pequeña odisea sobre la adolescencia de la que guardo un grato recuerdo. Durante un tiempo esperé a que Anagrama publicara algo más de este autor argentino, y no lo hizo. Se han encargado de llenar el hueco en España, durante 2010, otras dos editoriales, El Aleph, con este Salvatierra, y Salto de Página con la novela El año del desierto.
De entrada debería decir que hacía ya casi tres meses que no leía una novela argentina y que me he sentido reconfortado al reencontrarme con sus usos idiomáticos, que he aprendido a apreciar como a una música cercana. Así, me iba sonriendo al encontrarme con palabras como costanera, yuyos, porteño, fierro… además de sonreírme al reconocer esa idiosincrasia propia, de cuchilleros, gauchos, asados…
Salvatierra, hijo de un emigrante español, instalado en el campo argentino -en Barrancales, un pueblo separado de la frontera de Uruguay por un río-, se cae a los 9 años de un caballo. Si para Funes el Memorioso, el personaje de Borges, un trance similar supuso adquirir la cualidad de recordarlo todo, para Salvatierra supondrá la mudez y la iniciación en el arte pictórico. Un arte pictórico peculiar: a lo largo de 60 años concentrará sus energías en pintar una secuencia continua sobre una tela, dividida en rollos, y que al final supondrán 4 kms. de cuadro. Una especie de autobiografía en la que la propia figura del artista está ausente.
La novela está narrada por Miguel, el hijo menor de Salvatierra, quien junto a su hermano, Luis, dejaron el pueblo para instalarse en Buenos Aires. Después de la muerte de la madre, Miguel primero, y después Luis, se interesarán por la suerte del legado del padre -fallecido antes que la madre-; esa obra río, que descansa en un galpón de Barrancales. Los hermanos iniciarán un infructuoso camino con la burocracia argentina, hasta que consigan interesar a una institución holandesa, que va a mandar a dos expertos para escanear todo el cuadro. Con la idea de atenderlos, Miguel regresa al pueblo. Aquí se percata de que falta un rollo de la pintura paterna, el correspondiente al año 1961. Y la novela se abre al misterio: Miguel necesita encontrar ese rollo ausente para completar su figura del padre, que a veces siente que le ha anulado, ya que él hubiera hecho, nos dice, todo, a la manera de Salvatierra, o nada, y la inmensidad de la obra del padre desbarató sus energías.
El libro admite muchas lecturas simbólicas: el hijo busca al padre, o se busca a sí mismo a través de la figura anuladora del padre; el campo se ha despoblado y la vida se ha trasladado a la ciudad, y la novela puede ser una metáfora de una Argentina que ha perdido sus señas de identidad; aquí está nuestro intento de apresar la vida –de recordarlo todo, como Funes- y la inutilidad final de todos nuestros esfuerzos; la continuidad, sus ciclos humanos; y puede ser leía, incluso, como un desquite del propio Mairal contra la fuerza anuladora del padre de la literatura argentina, Borges.
Salvatierra se lee muy rápido, uno no desea desprender la vista de sus páginas, siempre abiertas al misterio, a la poesía. Las escenas están dibujadas con una gran viveza y todos los personajes o las situaciones se hacen esencias, hasta llegar a un final que ya estaba insinuado en las primeras páginas.
Me ha apenado que esta novela fuera tan corta. La acabé de leer y sentí la necesidad de comenzarla de nuevo. Así releí unas 30 páginas, percatándome del gran ajuste en el despliegue de información, del gran trabajo invisible realizado, porque las páginas de Salvatierra fluyen como debía fluir el gran río-cuadro que constituye la pintura narrada.
Salvatierra me ha sabido a clásico; tiene la fuerza de esas cortas y perfectas novelas hispanoamericanas, como El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez.
Espero leer pronto El año del desierto.