Revista Cine
¡Salve, César! (Hail Caesar, EU, 2016), el décimo-séptimo largometraje de los hermanos Joel y Ethan Coen es, a bote pronto, no más que un ingenioso e irresistible juego cinéfilo. Usando como pretexto una premisa dramática sacada del film noir –el protagonista busca resolver un indescifrable misterio y, en el camino, irá enfrentando una interminable serie de retos de toda naturaleza-, los Coen se han soltado el pelo para entretener de principio a fin a un público cinéfilo que, de por sí, ya tienen cautivo.Las referencias culteranas y cinematográficas en ¡Salve, César! son legión, empezando con la cambiante puesta en imágenes con formatos distintos incluidos (del 1.85:1 al 1.37:1 y de regreso), continuando con los géneros que se homenajean/saquean a lo largo de la cinta –sean el western musical de serie B, la sofisticada comedia urbana, el energético musical de la MGM a la Gene Kelly, el cine “de romanos” de los 50 como El Manto Sagrado(Koster, 1953) o las películas acuático-musicales protagonizadas por Esther Williams-, y terminando con varios guiños a la chismografía del Hollywood clásico, como los rumores de prostitución juvenil gay de cierta estrella masculina de virilidad “incuestionable” (Clark Gable, nada menos) o la solución que los estudios le dieron al inesperado embarazo de una juvenil estrella femenina es ascenso (Loretta Young, que fue obligada a ocultar que tuvo una hija, a la que luego la hizo pasar como adoptiva).Sin embargo, más allá de todas estas digresiones, de los inevitables juegos cinéfilos de identificación –George Clooney aparece como una mezcla de Clark Gable y Victor Mature, Scarlett Johansson interpreta a una fusión de Loretta Young y Esther Williams, Channing Tatum encarna a un émulo perfecto de Gene Kelly, el descubrimiento personal Alden Ehrenreich es una especie de juvenil Gene Autry- y hasta de algunos insólitos y brevísimos cameos (Jack Huston, Christopher Lambert, ¡Dolph Lundgren!), ¡Salve, César! es más que un mero juego cinéfilo. O, en todo caso, es un juego cinéfilo cuya clave no es tan superficial como parece.La historia es simple. Estamos a mediados de los años 50, en los estudios de la Capitol Pictures, la misma compañía cinematográfica en la que trabajó años atrás el izquierdista dramaturgo Barton Fink en la cinta homónima (1991) de los Coen. La súper-estrella hollywoodense Bard Whitlock (Clooney), protagonista de la película de romanos “Hail, Caesar: A Tale of the Christ” es secuestrado por una banda de intelectuales comunistas dirigida, nada menos, que por el filósofo judío-alemán Herbert Marcuse (John Bluthal).Así pues, el ejecutivo de la Capitol, el incansable Eddie Mannix (espléndido Josh Brolin) tendrá, en poco más de 24 horas, que encontrar al plagiado Mannix, mientras resuelve infinidad de pequeñas y grandes broncas en el camino: que si el embarazo de su joven estrella acuática DeeAnna Moran (Scarlett, con perfecto acento barriobajero), que si la incapacidad de un joven cowboy (Ehrenreich) para actuar en otro tipo de películas que no sean de caballitos, que si la lluvia torrencial que ha detenido la filmación en exteriores de alguna cinta, que si deja esta locura de chambear en ese circo de múltiples pistas que el cine para elegir “un trabajo de verdad” en una compañía de aviación.El pretexto argumental del más reciente filme de los Coen es el secuestro de Whitlock, que desata no solo la acción principal sino, también, la infinidad de digresiones y juegos cinéfilos ya descritos. Sin embargo, como apunté antes, la clave de este juego de los Coen no es tan superficial como parece.El Hollywood de la Capitol Pictures –en realidad, la MGM, estudio en el que trabajó el verdadero Eddie Mannix- es, en efecto, una feria de vanidades efímeras, un ridículo circo de múltiples pistas, un espacio en el que la más descarada ambición económica se encuentra con el peor de los cinismos… Y, sin embargo, es el estudio en el que se produce un baratón western musical que provoca la genuina hilaridad del público (“Lazy Ol’ Moon”); es el mismo sitio en el que un prodigioso bailarín ejecuta una perfecta coreografía (el número musical de 6 minutos “No Dames” que tiene como protagonista a Tatum); es el mágico lugar en el que una vacua estrella cinematográfica como Whitlock puede emocionar de verdad a todos sus compañeros con cierto cursílismo monólogo religioso.Los Coen no están, para nada, ridiculizando el cine clásico hollywoodense de las décadas de los 30-50: lo están homenajeando de la manera más sincera posible. Puede ser que todos los que están atrás y frente a las cámaras de Capitol Pictures no sean las mejores personas sobre la tierra: son egoístas, mezquinos, ambiciosos, promiscuos, bobalicones o de plano francamente imbéciles. Pero lo que producen, qué duda cabe, es valioso. Pareciera que los Coen quieren hacer suyo el todavía pertinente “mensaje final” de la obra maestra de Preston Sturges, Por Meterse a Redentor (1941): si el cine hollywoodense vale algo –¿si el cine a secas vale algo?- es porque, en primera instancia, entretiene a su público. No más, no menos.A lo largo del cine de los Coen, emerge, de vez en cuando, la preocupación de sus personajes con respecto a Dios. ¿Existe? ¿Le interesamos? ¿Es todo bondad como Jesús o, por el contrario, es un malhumorado soltero, como el Dios de los judíos?Eddie Mannix, el protagonista de ¡Salve, César! es un ferviente católico que confiesa sus pecados todos los días. Él cree de verdad en Dios y no desafía sus designios: los acepta sin más. No tengo idea cuáles sean las creencias religiosas de los Coen, pero después de ver ¡Salve, César!, no me cabe duda que, como Mannix, ellos creen fervientemente en el poder del cine. Más aún: ellos creen que, contra todo pronóstico, se hicieron grandes películas en el Hollywood de ayer y que se pueden seguir haciendo grandes películas en el Hollywood de hoy. Los designios de Dios –el del cine, vaya- son, en efecto, inescrutables.