Sálvenme, por favor
Qué malo es pasar miedo. Pero miedo de verdad, de cagarse por la patilla. La primera vez que vi la película La cosa (debía tener entonces unos 8 años) me costó pegar ojo tres noches seguidas. Y eso que todas ellas seguí el protocolo establecido para las veladas terroríficas: despues de un filme que te ha dejado mal, como dice mi padre, hay que desengrasar. ¿Qué es desengrasar? Pues algo tan sencillo como agarrar el primer Mortadelo y Filemón, Tintín o novela ligera que tengas a mano y empapártelo durante al menos una hora. La idea es irse a la cama con otras cosas en la cabeza. Pues con La Cosa, ni eso.
Una vez nos pillaron robando fruta en la finca de Faustino, nuestro lugar de juegos habitual. Lindaba por un lado con la carretera de Tejina y por el otro con el principio del camino de Las Peras, en La Laguna. Aquel día, como muchos otros, pasábamos la tarde comiendo nísperos y peras encaramados a un árbol, pero de pronto escuchamos un bramido aterrador. El grito venía de la parte más profunda de la huerta. Los trabajadores estaban ese día de faena y no nos habíamos dado cuenta. Tardamos en reaccionar y aunque corrimos todo lo que pudimos, saltamos y trepamos, nos fue imposible escapar. Allí estábamos, de pie, en fila y muy acojonados por las medidas que pudieran tomar. “¿Llamamos a la policía?”, preguntó uno. “No. Mejor se ponen a coger papas”, respondió el capataz. Dicho y hecho. Esa tarde llegamos a casa llenos de tierra hasta las orejas, molidos y renegando del trabajo en el medio rural.
Hubo una peor. Una noche se nos ocurrió poner en la carretera, a la altura del Parque de la Constitución, unos petardos de esos que estallan al tirarlos al suelo, con la idea de que algún coche los hiciera reventar. Nos escondimos detrás de unos matujos y esperamos, con tan mala suerte que el coche que pasó era un Seat 124 cargado de heavy metals glamurosos de Tejina. Tras los estampidos frenaron bruscamente, se bajaron del coche y comenzaron a buscar a los culpables. Nos quedamos pálidos al verlos salir. Eran gigantes, qué digo, eran titanes. Abandonaban el 124 haciendo una extraña maniobra de contorsionismo bajo el arco de la puerta para incorporarse sobre el asfalto, desde donde oteaban el horizonte tratando de dar con los responsables. Habíamos desatado su cólera y sólo podíamos, una vez más, hacer una cosa: correr.
Nos persiguieron hasta el portal de mi casa, donde nos intentamos refugiar. Pero dieron con nosotros. “Bueno, bueno. Ahora, a bajarse todos los pantalones que les vamos a meter un petardo en el culo”, dijo uno de ellos. Inconscientemente me llevé la mano al traste, como para protegerlo de un ataque inminente. Fueron unos minutos de terror, eternos. Terminaron cuando arriba, en la segunda planta del edificio, se oyó la voz de un vecino que protestaba por el alboroto que se había armado abajo y los heavy metals se fueron, no sin antes amenazar con volver a por su venganza. Por suerte, nunca lo hicieron.
Sin embargo, el mayor pánico de mi vida lo pasé, sin duda, una Navidad a comienzos de los años 80. Creo que fue en Calypso o en un establecimiento de juguetes similar. Mi madre decidió que tenía que hacerme una foto con Papá Noel. Debía ser la novedad, porque yo no tenía maldita idea de quién era aquel elemento vestido de rojo, que se ponía una barba falsa para ocultar su cara y que me susurraba al oído cosas raras. ¿Dónde estaban los Reyes Magos? ¿Qué me decía aquel tipo a la oreja? El caso es que allí, sobre su regazo granate, el terror se adueñó de mí y comencé a llorar. La fotografía que encabeza este texto recoge ese instante. Estoy sobre un señor que me muestra una carta a la que no hago caso. Yo sólo miro a la cámara, aterrado, suplicando misericordia.
Ni los reyes del glam de Tejina, ni los agricultores psicópatas. Papá Noel ha sido el único en toda la vida que me ha hecho decir, aunque sea con la mirada, “sálvenme, por favor”.