Últimamente hemos asistido con el corazón encogido a ciertos episodios truculentos de falsas identidades blogueras. Estos expedientes X blogosféricos ponen sobre la mesa una evidencia que no lo es tanto, la fragilidad del vínculo que establecemos con gente que apenas conocemos. Las desvirtualizaciones, esos encuentros mitológicos en los que blogueros y blogueras nos ponemos cara y cuerpo, nos ayudan a dotar de cierta realidad esta vida cibernética.
Luego están las desvirtualizaciones extremas, esas en las que le abres las puertas de tu casa y tu vida a una de estas comadres madresféricas para que pueda comprobar in situ la negritud de tus trapos más sucios, amén de los rincones más oscuros de tu alma de cobarde practicante. No digamos ya si en estos días de intimidad sin límites uno se expone a situaciones de alto riesgo en las que peligra nuestra vida y la de nuestra prole. Es entonces y sólo entonces, cuando uno descubre la auténtica naturaleza de la persona con la que lleva meses intercambiando tuits, likes y comentarios de toda índole.
Todavía se me eriza el vello del cogote al recordar los momentos de tensión, angustia y desesperación vital que vivimos el domingo en el corazón de los Alpes bávaros cuando una res embravecida quiso romper las filas de nuestra pintoresca comitiva.
Encabezando nuestra expedición alpina el padre tigre, con La Tercera a hombros y La Primera de vigía, avanzaba lento pero seguro empujando a La Cuarta. La Segunda y yo cubríamos la retaguardia a paso no tan ligero con nuestros invitados de honor: un monillo canturrón y una peinetas relamiéndose de la comilona montañesa que acabábamos de meternos entre pecho y espalda.
La tarde se tornó en tragedia cuando una becerra de dimensiones descomunales se acercó al padre tigre con dudosas intenciones. Éste, intentando proteger a su descendencia del embiste de la bestia, se enzarzó en una lucha cuerpo a cuerpo mientras el carrito de La Cuarta se escoraba peligrosamente con una rueda atrapada en una gran plasta vacuna.
Fueron segundos decisivos en los que mi vida y la de mi prole se proyectaron ante mis ojos mientras valoraba mis opciones con toda la velocidad que mi neurona concentrada en la digestión me permitía. Fue ver al monillo enardecido enarbolando un palo más grande que él y verlo claro meridiano: Este niño nos la va a liar parda. Sálvese quien pueda. Y más en concreto, todos aquellos fruto de mis entrañas.
Con las mismas enganché a La Segunda de la pechera y me lancé ladera arriba en una huida desesperada. Sin mirar atrás. Atrás se quedó la peinetas, acojonada también por la bravura de aquel simulacro de toro salvaje, rogándome con voz desgarrada que pusiera también a su hijo a salvo mientras ella se las ingeniaba con la sillita nada anatómica que se había traído para la ocasión. Sin aminorar mi paso un ápice y con la boca muy pequeña, llamé al monillo a media voz para que nos siguiera.
Cuál no sería mi sorpresa cuando unos pintxos negros me adelantaron como alma que lleva diablo con una silla de paseo infantil a la espalda. Si yo me sorprendí imagínense la cara del padre tigre cuando vio a dos enajenadas escalando con una sillita y dos niños en volandas como si les persiguiera el mismísimo Satán reencarnado en vaca lechera. Estupefacción que debieron compartir todos los excursionistas locales que acariciaban y se dejaban chupar por los rumiantes como si tal cosa.
Cuando dejándonos la poca dignidad que nos habíamos traído en la mochila conseguimos bajarnos de la montaña y reunirnos con el resto de la familia, el padre tigre nos aclaró abochornado que aquello que nos había parecido una ataque furibundo de una bestia revenida no había sido más que un amago juguetón de la vacan más lerda de los Alpes. El único peligro real había sido el de las dos marujas vociferantes que se habían escalado media montaña con un carricoche a la espalda y dos niños en ristre.
A mí que me diga lo que quiera, yo lo tengo claro: embarazadas y tigresas primero. Cualquiera se fía de ese monillo que le ha cogido una afición preocupante a los tacones fucsia de Rapunzel.