Sentencia el Ejecutivo: ¡todos somos iguales! Esta fanfarria apofántica parece un adagio comunista, pero en boca del PP esconde la esencia misma de su conservadurismo. Cuando Rajoy afirma sin despeinarse que todos los ciudadanos somos iguales, en realidad está estableciendo un principio político que desestima la posibilidad de tratar al ciudadano desfavorecido con mayor sensibilidad social que lo hace con el contribuyente de clase alta. La justicia social no es un mandamiento del catecismo conservador. Para la derecha ultraliberal del PP, cada cual debe buscarse la vida, y si te va mal, pues espabila; el Estado no debe intervenir en el futuro de los ciudadanos. Las diferencias de clase son condición natural del sistema capitalista y no deben corregirse desde el Estado, sino a través del ejercicio de la libertad y la voluntad individuales. Para Rajoy, es completamente comprensible, natural y justificable que la crisis golpee de manera desigual a unos que a otros, en función de su estatus económico. Por esa razón afirma con rotunda convicción que los recortes económicos son necesarios y que, pese a los sacrificios que éstos supongan para la población, redundarán en un reequilibrio del sistema capitalista.
La socialdemocracia del siglo pasado estableció lo que hasta ahora ha sido el modelo paradigmático de justicia social. Este modelo combinaba el respeto por la libertad individual con la necesidad de generar una igualdad sostenible. Por un lado, permitía que cada cual pudiera, en función de su valía y esfuerzos, mejorar sus condiciones de vida, y por otro, asegurar a todas y todos los ciudadanos un sistema de protección social a través del cual nadie pudiera carecer de los servicios básicos. Este modelo se aplicó no solo en el ámbito social, sino también en el educativo. El profesor debía ayudar a que cada alumno obtuviera los mejores resultados individuales, pero posibilitando que aquellos alumnos que partían de circunstancias desfavorecidas (déficit de atención, desfase de aprendizaje, problemas psicosomáticos) obtuvieran al menos un nivel
mínimo de competencia. El objetivo fundamental de este modelo de justicia era corregir los desequilibrios sociales que genera el libre mercado, impulsando políticas que permitieran a aquellos ciudadanos que quedan fuera del sistema acceder a bienes básicos y reincorporarse lo antes posible al sistema laboral. Este principio de igualdad se combinaba con un fiel respeto a las reglas voraces del laissez faire y favoreció durante décadas un consenso social más que óptimo. Todas las clases sociales tenían asegurada su porción de la tarta.Frente a este modelo, los partidos conservadores europeos, con mayor o menor virulencia, han practicado un catecismo contrario a los principios de la socialdemocracia, especialmente recreado en tiempos de recesión económica y zozobra social. Véase el caso del gobierno de Thatcher y Reagan. Tras los años 80, una ola de conservadurismo político inundó Europa, cambiando el color ideológico de la Unión. Este viraje político ha estado auspiciado por la imposición de un modelo económico ultraliberal (Milton Friedman y la Escuela de Chicago) que diviniza la racionalidad de los mercados y defiende la no intervencionismo por parte de los Estados, sean éstos nacionales o internacionales, en el devenir financiero. Este modelo económico neoconservador elimina de un tajo la posibilidad de asegurar justicia social y confía toda su esperanza en la bondad natural de los mercados y su capacidad para generar reequilibrios sociales, sin necesidad de la injerencia estatal. Es lo que en la jerga mediática se ha dado en llamar "estar en manos de los mercados".Este modelo conservador defiende la asepsia ideológica y el cientificismo tecnocrático para justificar su lógica interna. De ahí que escuchemos a menudo de Rajoy defender las bondades de su estrategia política en base a la fría necesidad que imponen los datos. Al ultraliberalismo español le interesa subrayar la idea de que en realidad carecen de una ideología prediseñada de antemano y que su racionalidad es una respuesta natural a las exigencias de la realidad. Sin embargo, este corolario revela ya por sí solo su naturaleza ideológica, expresada en principios básicos del imaginario liberal: - defensa de la no intervención estatal (Estado mínimo) y reducción sustancial del gasto público;- defensa de la libertad absoluta de los mercados (laissez faire) como generadores de riqueza y bienestar (vicios privados que favorecen bienes comunes); - concepción del ser humano como un individuo libre e independiente, que logra bienestar en base a su propio esfuerzo y valía;- concepción decimonónica de la pobreza como déficit personal y no como desajuste del propio sistema:Para el político conservador, la sociedad civil la componen individuos racionales e independientes, que con su egoísmo personal contribuyen al bien común, sin necesidad de que el Estado reajuste los desequilibrios de clase. El pensamiento ultraliberal confía con fe ciega en la capacidad que posee el sistema capitalista de autorregularse, ya que los comportamientos de los agentes financieros siempre actuarán de forma racional. Entiéndase por racional el modelo de racionalidad que los neoconservadores otorgan a la estructura económica, basada en una soterrada diferenciación de clase que distribuye de manera desigual los sacrificios en función de la renta. De ahí que Rajoy sentencie con naturalidad que todos somos iguales, es decir, que el coste social de la crisis es igual para un parado que para un empresario de éxito, para un mileurista que para millonario. No en vano se atreve con impunidad a cortar la ayuda de 400 euros a los desempleados, reproduciendo hasta el infinito el ciclo de la pobreza. Quien no ha encontrado trabajo se debe a que no se ha esforzado lo suficiente en buscarlo. Quien mantiene o multiplica su riqueza se debe a que se esforzó y tuvo la habilidad y destreza suficientes para aprovechar las circunstancias a su favor. La lógica darwiniana del catecismo ultraliberal es aplastante y reproduce de nuevo las viejas diferencias de clase criticadas por Marx al capitalismo emergente del siglo XIX. Hoy más que ayer se hace necesario repensar el humanismo marxista a la luz de los signos de los tiempos. La izquierda de finales del siglo XX mantuvo con eficacia un Estado de Bienestar sostenible mientras la maquinaria financiera siguiera ganando dinero sin las injerencias de un gobierno intervencionista. Así, el PSOE podía permitirse el lujo de defender una socialdemocracia compatible con la filosofía del laissez faire, siempre y cuando que el sistema no entrara en recesión. La crisis ha descubierto la verdadera lógica del sistema. La clase media podía llevarse las migajas que expulsaba la maquinaria financiera siempre y cuando ésta se mantuviera a salvo de imponderables. Sin seguridad, el capitalismo muestra su verdadero rostro: sálvese quien puede.¿Es posible recuperar un verdadero pensamiento de izquierdas sin subordinar la dinámica financiera a principios políticos de justicia social? No, rotundamente no. Los conservadores se llevan las manos a la cabeza y los socialistas no parecen tener suficiente valentía como para crear una hoja de ruta que imagine una Europa unida por una política económica que imponga un modelo de crecimiento más lento, pero más justo. El sistema capitalista debe relentizar su crecimiento, imponiéndose a sí mismo criterios de sostenibilidad medioambiental y justicia social. Para ello, la ciudadanía debemos también repensar nuestro modelo de consumo y nuestra escala de valores. No podemos seguir sosteniendo un sistema de crecimiento económico sin techo, que prolongue un bienestar equilibrado, sin brechas entre clases sociales. Debemos crecer más lento, consumir menos y con un modelo productivo más verde. Este debiera ser el modelo económico que defendiera la izquierda europea, frente a la ortodoxia neoconservadora que persiste en estirar el viejo modelo capitalista a costa de aumentar las diferencias sociales y agravar las condiciones de vida de las clases más bajas. Sin embargo, del deber al querer hay un trecho. La izquierda europeo ha estado durante décadas contaminada por un pacto silente que exorcizaba la virulencia de los mercados siempre y cuando éstos tuvieran su libertad asegurada; a cambio éstos prometían un mantenimiento, aparentemente infinito, del bienestar entre la clase media. Este acuerdo implícito era en realidad una manzana envenenada. La izquierda europea debió mucho antes de la crisis arbitrar un proceso de desaceleración e imposición de controles y límites al libre mercado financiero. Pero claro, para ello debía explicarle a la ciudadanía que esto exige bajar el tren de vida al que nos tenía malacostumbrado el sistema, a fin de asegurar el sostenimiento de un bienestar general a largo plazo. Al contrario, la izquierda se aprovechó del mito de la tierra prometida, que mana perpetuamente leche y miel. Es hora de que la izquierda sea valiente y rediseñe un modelo justo de futuro, sin ceder a los engaños e inercias a las que se entregó, con un velo autoimpuesto, durante el siglo XX.