Revista Sociedad
El culto a San Fermín está profundamente arraigado entre nosotros. A lo largo de ocho siglos muchas incidencias se han podido producir y la sociedad ha ido evolucionando con el transcurso de los tiempos. Sin embargo, el santo sigue siendo para este pueblo alguien a quien acudir cuando lo necesitan. Los mozos le rezan, junto a su hornacina en la cuesta de Santo Domingo, pocos minutos antes de que comience el encierro. Su capotillo milagroso nos ha salvado de peligros en determinadas ocasiones. El primer testimonio conocido da fe de que, en 1186, el obispo de esta sede Pedro de París recibió de Amiens unas reliquias del cráneo del mártir. Tengo que dar por cierto que, en el tiempo de la persecución a los cristianos del emperador Diocleciano, murió degollado. Leyendas aparte, en estos tiempos de laicismo militante, es necio pretender unos sanfermines sin el santo patrono. Nuestras fiestas tienen actos religiosos, con amplio apoyo popular y otros lúdicos con nuestras calles como lugar de encuentro y alegría. Tatar de encorsetar a los pamplonicas y a quienes nos visitan en una programación oficial es un vano intento de controlar lo incontrolable. La alegría, el respeto, la hospitalidad, la camaradería son valores que debemos destacar y no permitir que se pierdan en el transcurso de los tiempos. Esta manifestación popular se renueva cada año de manera espontánea. No me preguntes cómo es posible. Son los Sanfermines. Los Sanfermines de Pamplona.