Disfruto y sufro con el continuo peligro de quienes son capaces de correr perseguidos por los toros, y casi rozan sus afiladas astas en su intento de jugarse la vida venciendo el miedo, envueltos en la inconsciente magia del riesgo de sentir su bravura y aliento, para celebrar después el triunfo de haber corrido frente a las bestias, y haberse librado de ser empitonados.
Alfonso Santamaría Diez
Volvieron los sanfermines en 2022, y con ellos los encierros, tras dos años de suspensión por la pandemia. También volvieron mis recuerdos de aquel mes de julio de 1997, hace ahora 26 años, cuando me entró la afición de seguir su retrasmisión por televisión, coincidiendo con mi ingreso hospitalario por una grave neumonía. Mi mejoría coincidió con el comienzo de los sanfermines, y pude ver el encierro en la habitación del hospital, dado mi debilitado estado de salud se convirtió en uno de mis pocos entretenimientos. Desde entonces me hice aficionado, y a lo largo de estos años he procurado no perderme ninguna cita televisiva con este espectáculo único en el mundo.
Disfruto con el ambiente previo al encierro, del nerviosismo y calentamiento de los mozos que llenan las calles a la espera del comienzo de un festejo del que asumen su peligro; del ritual de los tres cánticos ante la hornacina del santo; del momento del encendido del cohete que avisa del comienzo del encierro, cuyo estruendo espanta al ganado que sale asustado de los corrales, y guiado por los cabestros sube veloz la cuesta de Santo Domingo. Nada altera su carrera en estos primeros metros, hasta que se oye el griterío del gentío que intercede el tránsito del ganado, y los toros se defienden, muestran su bravura ante lo desconocido en un recorrido que los lleva a la curva de Mercaderes, en la que se pegan por inercia al vallado, y a veces se caen, antes de su entrada en la calle Estafeta, hasta llegar a Telefónica, y correr por la costanilla que empuja a toros y mozos hasta el callejón de la plaza de toros. Recuerdo algún año haber visto un tapón humano en este callejón que paralizó el encierro porque las fieras no podían pasar, ni los mozos avanzar, ni escapar por las gateras. Al entrar los animales en la plaza todavía puede haber algún revolcón, hasta que los dobladores cumplen su función y arrastran en la arena con elegancia su capote e introducen a los toros en los toriles, con el coso lleno de público que aplaude el fin del encierro, y suena el cohete que indica que, una vez que se guardaron los toros desapareció el peligro.
Disfruto ver correr a los toros ante el gentío, de su atlético y rápido trote, de su elegante vuelo en el asfalto, de los increíbles saltos cuando sortean a los mozos que tropezaron y rodaron por el suelo. Parece mentira que puedan saltar así unos animales con peso cercano a los 600 Kgs., que barren la calle de corredores y los derriban para que no impidan su carrera. Sufro cuando un toro se ceba con un mozo, se suelta de la manada, o se da la vuelta. Menos mal que los pastores se encargan de que los toros mantengan su trayectoria, vigilan a los mozos, y gracias a su golpe de vara salvan de ser empitonados a algunos atolondrados novatos e inexpertos corredores.
Disfruto y sufro con el continuo peligro de quienes consiguieron hacerse hueco para disputar la carrera de sus sueños, para la que se entrenaron y son capaces de correr perseguidos por los toros; de los que corren al lado de los animales y casi rozan sus afiladas astas en su intento de jugarse la vida venciendo el miedo, envueltos en la inconsciente magia del riesgo de sentir su bravura y aliento, para celebrar después el triunfo de haber corrido frente a las bestias, y haberse librado de ser empitonados, en el imposible intento de seguir a los toros muchos metros, aunque los mozos sean auténticos atletas. Es difícil para un corredor abrirse paso en la calle, llena de peligros y obstáculos, provocados por caídas, tropiezos, o empujones. Es muy difícil correr y ver lo que pasa al frente, mirar hacia atrás y a todos lados para controlar al ganado, y no tropezar con quienes corren delante, o a tu lado. Difícil también es saber salir a tiempo de la carrera sin perjudicar al resto de corredores, algunos se perjudican ellos mismos cuando tocan al toro con el riesgo de que se pueda girar el animal y provocar una cogida, al igual que los espectadores que se amontonan fuera de los burladeros, o en los bordes de la calle que interrumpen y frenan la carrera y pueden provocar barridos y cornadas.
Durante el encierro la expectación es máxima, no se sabe lo que puede ocurrir en dos o tres minutos, ni el comportamiento de los seis toros corriendo con las calles ocupadas por más de 2000 personas, deseosas de correr frente a los animales y encontrar su posición cada cual en su tramo, en una continua provocación al peligro, una amenaza a la muerte, una carrera de riesgo que puede acabar en tragedia, una lucha a veces inconsciente, que puede hacer que el mozo salga airoso del trance, o acabe herido por asta de toro, y termine en manos de los servicios sanitarios. Me tranquilizo cuando los toros están ya en la plaza y se les conduce a los toriles, me gusta después ver la repetición del encierro a cámara lenta, y los detalles que ofrece la visión de la lupa televisiva. El año pasado la retransmisión sorprendió con espectaculares imágenes aéreas del encierro, a veces espeluznantes por su dureza.
Desde hace tiempo los toros vienen entrenados para correr en el encierro, y los cabestros han sido amaestrados para que no se suelten de los toros. Ver el encierro de Pamplona sigue siendo un espectáculo único en el mundo, que crea adicción a quienes lo corren, y a quienes lo ven.