Hace ya bastantes años, cuando por los cauces del Río Santiago no corrían más que enormes cantidades de agua provenientes de la Presa de San José, decenas de personas acudían de manera rutinaria a divertirse con su familia, a bañarse o simplemente a pasar el domingo. Las cercanías a Morales eran uno de los lugares preferidos por la enorme amplitud del río así como por los paisajes casi paradisíacos que se encontraban en los alrededores.
Era bien sabido por todos que las aguas del río no representaban peligro alguno pues eran siempre tranquilas y nada profundas. Niños, adultos y ancianos podrían entrar y recorrer a pie o nadando el amplio de la corriente sin que esto fuera una razón para preocuparse, hecho contrario al de otros puntos en donde el agua tomaba una temperatura gélida y alcanzaba profundidades impresionantes.
Ese domingo había más gente de lo normal, el ambiente era por demás agradable, risas por todos lados, no faltaba quien salpicaba a los demás con el agua, otros realizaban competencias de natación y algunos otros simplemente veían desde las orillas. El viento soplaba suave, el sol brillaba con fuerza y en el cielo algunas escasas nubes aparecían de vez en cuando.
Un grupo de amigos eran los más aventurados y quienes más alboroto hacían. Serían unos seis jóvenes de 18 o 20 años de edad. Unos a otros se arrojaban al agua con vehemencia o saltaban desde los montículos más altos simulando plataformas de clavados. Llamaban la atención de muchos pero nadie intervenía, a fin de cuentas todos tenían derecho a divertirse.
De súbito, las escasas nubes que había en el cielo se multiplicaron y en un abrir y cerrar de ojos llenaron el cielo alertando sobre una terrible tormenta. Nadie prestó atención, la fiesta seguía sin percatarse que hacia el lado de la Presa las nubes ya estaban soltando enormes cantidades de lluvia, situación que se mantuvo por varios minutos y que dio pauta para la tragedia.
El río comenzó a acumular piedras, lodo, ramas y demás objetos que encontró el agua a su alcance. Una masa devastadora comenzó a correr a exceso de velocidad por el caudal, el mismo en el que, algunos kilómetros adelante se encontraban cientos de personas.
No dio tiempo de nada, quienes escucharon la fuerza del agua o vieron el agua lograron salir, tan sólo unos segundos antes de que la corriente creciera en sobre manera. De los seis amigos, cuatro salieron bien librados, uno más quedó en lo alto de una roca que resistió los embates de la corriente pero el sexto fue golpeado intempestivamente por una ola que lo sumergió por completo y lo arrastró kilómetros enteros hasta que su cuerpo, ya sin vida, quedara atorado en las piedras del talud. Las labores de búsqueda llevaron varios días.
El hecho conmocionó a propios y a extraños, no sólo por las dimensiones de lo ocurrido sino por lo que se originó a raíz de este suceso. Los domingos de diversión intentaron replicarse luego de la tragedia pero poco a poco asistió menos gente, quien se atrevía a ir comentaba con suspicacia la presencia de un joven solitario que saltaba de las rocas hacia las aguas para luego desaparecer. Otros decían que escuchaban un grito desgarrador de auxilio, el mismo que la víctima de aquella ola había emitido antes de morir.
Años después y de manera fortuita, se construyó en el mismo lugar el puente que conecta a Morales con Las Piedras, transeúntes insisten en que todavía es posible escuchar un sonido abrumador, como el caudal exagerado del río y luego una voz que pide ayuda para luego desaparecer entre la nada…