Ya en otras ocasiones, cuando realizaba mi trabajo de vigilancia, había escuchado sonidos extraños en el edificio que alberga la Secretaría de Cultura, como responsable de la seguridad me veía obligado a indagar su origen quedándome siempre con la duda, la perplejidad y escalofrío al darme cuenta de que no había explicación alguna para tal fenómeno; no se trataba de una rata o de algún atrevido ladrón que hubiese penetrado el recinto, ni siquiera el viento soplaba como para derribar algún objeto. Al final del recorrido, me calmaba pensando que se trataba únicamente de mi imaginación, de mi mente cansada y deseosa de sueño.
Fue hace apenas unos días cuando me llevé la sorpresas más aterradora de mi vida. Serían entre las 2:00 y las 3:00 de la mañana. Otra vez me habían comisionado la vigilancia de estas oficinas y ya entrada la noche encontré en la lectura la manera de mantenerme despierto y atento a los imprevistos, sin embargo, luego de varias páginas, el cansancio se apoderó de mis ojos y los cerró sin que yo pudiera impedirlo.
El libro resbaló de mis manos y fue este hecho el que me despertó, seguido de una risa burlona que se desvanecía en el pasillo hacia las escaleras. Intenté no prestar atención y quise regresar a la lectura pero no pude, de nueva cuenta se escuchaban al fondo los mismos ruidos que, muchas otras veces, habían perturbado la tranquilidad de la noche. Me levanté de mi asiento, tomé la linterna y fui a investigar. Conforme me acercaba los ruidos se iban moviendo de lugar, como si quisieran llevarme a algún lugar en especial.
Debía ser un ratón, no podía ser otra cosa y fue, quizá, más grande mi molestia que el miedo, que me lo fui siguiendo hasta el último patio. Ahí donde se encuentra el pozo. Vi una pequeña sombra que saltó el borde y se dejó caer en la profundidad del agujero. Corrí y alumbré con la linterna sólo para quedar petrificado ante el horror; un rostro cadavérico, infantil pero aterrador como ninguno, con los ojos perdidos y los labios deshechos, salía disparado por la boca del pozo desapareciendo justo en el borde.
Caí de espalda sobre el piso de cantera, casi inmóvil hasta que un instinto de supervivencia me hizo reaccionar para salir corriendo. Atravesé los pasillos rumbo al patio principal, el que está justo a la entrada, pero ahí no acabó la pesadilla; era una bruma muy densa, flotaba y a veces se difuminaba, parecía ser una niña vestida al estilo de los viejos hacendados, con su largo vestido de encaje, las manos cubiertas por guantes y un extenso sombrero que cubría su cabeza. Cuando se percató de mi presencia, se dirigió un poco hacia mí y fue entonces cuando la reconocí; era el mismo rostro que minutos antes había salido disparado del pozo.
Sonreía mientras se acercaba, yo seguía inmóvil, apenas respiraba. Cada paso la hacía más aterradora, le desgarraba el rostro, le hundía los ojos, le secaba la piel, la convertía en un cadáver viviente. “Ayúdame” gritó mientras se desvanecía. Aún sin aliento me recargué de un pilar y empecé a rezar, cerré los ojos y dejé que mis piernas colapsaran. Desperté varias horas después abrazado al pilar, cuando los rayos del sol ya empezaban a iluminar el día.
Preguntando a viejos conocidos, me enteré que el actual edificio de la Secretaría de Cultura fue, en otro tiempo, propiedad de ricos hacendados, padres de una linda niña que, por desgracia, encontró la muerte cuando jugaba en los alrededores del pozo y cayera inevitablemente en él. Ahí pereció ahogada, no hubo quién pudiera auxiliarla. Desde entonces, su alma vaga por todo el edificio pidiendo ayuda pero, al mismo tiempo, aterrorizando a todo aquel que tiene la mala suerte de encontrarla.