No todas las personas que ingresan a los conventos tienen la convicción de servir a Dios, algunas otras son recluídas a la fuerza como medida preventiva para corregir un camino de pecado, de perdición y de inminente condena. El caso de una vieja monja, enclaustrada en el entonces Convento del Carmen, es un claro ejemplo de lo que un alma malvada es capaz de hacer.
Cuentan que, todavía en la actualidad, hay personas que han vivido, en carne propia, el terror y el escalofrío que provoca la presencia demoniaca de un espíritu que vaga sin descanso en lo que ahora se conoce como el Museo del Virreinato. Aseguran que entre los pasillos, entre las salas y en las inmediaciones del claustro ronda una vieja mujer vestida con los hábitos de las monjas de la orden de los carmelitas.
La gente que, por cuestiones del destino, tuvo la desagradable oportunidad de conocer a Petra aseguran que desde muy pequeña mostró interés por la magia oscura, que su madre murió a causa de sus prácticas inadecuadas y que fue su propio padre quien la metió a la fuerza al Convento del Carmen con la esperanza de que la vida religiosa y la cercanía con Dios la enmendaran.
Los días de encierro no fueron buenos para Petra, se negaba a socializar con sus compañeras, se podría decir que le temían; esa mirada perdida, el entrecejo marcado, la sonrisa perversa, la piel seca y una voz de ultratumba eran los rasgos característicos de aquella misteriosa mujer. Las monjas no querían dormir cerca de ella, decían que un escalofrío aterrador se sentía en sus alrededores y en consecuencia la obligaron a dormir en una pequeña bodega al fondo del convento.
Petra encontró en este espacio la privacidad necesaria para seguir practicando sus rituales. Las hermanas que pudieron atestiguarlo hablaban de un fétido olor a azufre y putrefacción, de sonidos extraños y de luces que flotaban en torno a la bodega y fueron estos hechos los que comenzaron a marcar una era de crisis para el convento ya que, sin razón alguna, varias de las monjas comenzaron a morir en situaciones poco claras; sus cuerpos parecían consumidos por el fuego o secos, como una fruta vieja, algunas otras enfermaban y fallecían poco después.
Las monjas concluyeron en que la razón de tanta tragedia era la presencia de Petra pero no encontraban la manera de poner fin a la mala racha, sus largos periodos de oración y de ayuno no fueron suficientes para frenar la maldad de esta mujer mientras que el pánico iba en aumento entre la comunidad del convento. Sin embargo, un día, de la nada, luego de notar la ausencia de la temida monja y creyendo que ésta se había fugado del convento, se armaron de valor y visitaron la bodega que habitaba Petra.
Pintas ilegibles con sangre figuraban en la pared, cadáveres de animales, brebajes, hierbas de todo tipo y un enorme agujero en el suelo en donde, aparentemente, una vivaz hoguera había estado ardiendo en los últimos días. Junto al agujero, yacía el cuerpo sin vida de Petra en cuyo pecho, justo sobre el corazón, se encontraba una daga. Petra había sido asesinada.
Nunca se supo quién cometió tal crimen pero a nadie le interesó investigar, ese pareció ser el fin de la maléfica mujer, sin embargo, y a pesar de que las hermanas carmelitas recobraron un poco de paz, el terror continuó tras la el asesinato pues desde entonces, y aún en nuestros días, es posible ver a una vieja mujer que vaga eternamente entre los pasillos, entre las salas y en las inmediaciones del claustro ronda una vieja mujer vestida con los hábitos de las monjas de la orden de los carmelitas con la mirada perdida, el entrecejo marcado, la sonrisa perversa, la piel seca y una voz de ultratumba que hiela la sangre de quienes tienen la mala suerte de encontrarla.