Quizá lo imaginé, pero cuando saqué la cámara los muchachos que estaban en la esquina me miraron y entraron a la casa. La puerta de madera retumbó en el silencio de la tarde y la calle quedó despejada. Hice dos o tres fotos al descuido de un jeep que subía, mientras esperaba agazapada en la puerta de la iglesia, aún cerrada. Llovía por ratos y el frío era una redundancia. Estamos en las montañas de Trujillo, estado andino y frío de Venezuela; tierras agricultoras y de manos trabajadoras. Llegamos a San Miguel desde Boconó en 35 minutos, quizá menos, justo cuando la neblina bajaba para colarse por las ventanillas del carro.
A uno se le nota la curiosidad. Desde las ventanas aparecen algunos rostros que me sonríen; los saludo y sin pronunciar palabra les digo que quiero llevarme un recuerdo con mi cámara, y entonces se van y te dejan ahí como si tal cosa. La señora del abasto, el señor de la zapatería. Te miran y vuelven a su refugio para que en la foto no quede constancia que estuvieron ahí. “Somos tímidos en San Miguel”, me dice Elena después de prestarme el baño de su casa ante mi cara de urgencia, “pero somos buena gente”. Eso se sabe y me lo cuenta con brevedad mientras organiza unos chiclets de menta junto a los bocadillos de plátano en un local que es tienda y casa al mismo tiempo. “Lo que pasa es que somos muy tranquilos ¿ves? Aquí uno anda tranquilo”.
Cuando el párroco llegó a abrir el candado de la iglesia, ya había dejado de llover. Tenía en sus manos la única llave que abre esa pieza del año 1600 y que resguarda el templo colonial que tiene en su interior un halo de grandeza y sencillez. Huele a madera, a arcilla. Es esta iglesia un pueblo entero, una alabanza a San Miguel Arcángel, el indio, cuya escultura reposa en el altar para escuchar todas las oraciones. Una imagen tallada a finales del siglo XVII.
San Isidro, Santa Lucía, Santa Apolonia, San Francisco y varios más permanecen allí desde hace poco más de cuatrocientos años. Son tallas de madera con facciones indias. Su belleza, intacta y absoluta, fue declarada Monumento Histórico Nacional en 1960. Y eso es lo que pasa cuando estás en San Miguel, todo el paisaje se vuelve historia y quieres caminarlo entero. No importa la lluvia. Su plaza, las casas, la gente mirando desde las ventanas están ahí, dando vida al pueblo andino.
“El de la camisa roja que está allá arriba, ¿lo ves? Ese es artista”. El artista se llama Argenis Pimentel y es agricultor, jugador de rugby y tallador de imágenes religiosas. La timidez lo atrapa así como sus contrastes. Nos hace pasar a la sala de su casa que es su taller y espacio. Es justo en ese instante cuando nos dice que le emociona que vayamos a ver lo que hace porque eso es arte y el arte es vida. Aparece, entonces, la cara de San Miguel, de José Gregorio Hernández, de la Virgen María y aunque también talla imágenes políticas, las religiosas son las que más forma toman en sus manos. “En estos días vino una señora, compró dos y se las llevó para Caracas; pero no vienen tanto. Me tengo que poner a hacer otras cosas. A mí no me gusta Caracas”.
Cuando dejamos San Miguel la lluvia volvió con fuerza. Ya no había nadie en las ventanas; San Miguel era todo quietud. A los muchachos de la esquina se les escapó un balón que se fue calle abajo, igual que nosotros que ya buscábamos el camino hacia Boconó y sus historias por contar.
PARÉNTESIS. Estuve en Boconó con el equipo de Los Cuentos de mi Tierra, un programa de televisión conducido por Érika Paz en el que narra las historias de los pueblos, sus atractivos, su gastronomía y personajes. El tras cámara de ese viaje ya lo conté AQUÍ