Esta es la penúltima parte de este reportaje de cinco capítulos. Os recordamos que para entenderlo es necesario haber leído antes la primera, la segunda y la tercera.
Como hemos venido haciendo, dejamos el testigo de la narración a una persona que vivió en el Sanatorio para que sea ella, con sus propias palabras, la que nos lleve de visita por este mágico lugar.
Recordemos que al Sanatorio llegaban pacientes de todos los lugares en los que la Armada estaba presente: desde las tropicales Canarias o las templadas Palma de Mallorca y Barcelona, desde las soleadas Málaga, Cartagena y Cádiz o desde las típicamente atlánticas ciudades costeras gallegas, como es el caso de nuestra protagonista.
Os dejamos con su relato.
Presentación
Me llamo Begoña, y aunque en todas las redes sociales aparezco como Clawdia Chauchat, ese no es más que un pseudónimo sacado de la genial novela La montaña mágica, obra del que fuera premio Nobel de Literatura en 1929 Thomas Mann.
La historia que se narra transcurre en Davos Platz, localidad suiza en la que está emplazado un sanatorio antituberculoso desde principios del Siglo XX y en el que transcurren los momentos, situaciones y problemas habituales en estos ya desaparecidos lugares, siendo Clawdia es el personaje femenino más carismático.
Aunque el contexto histórico en el que transcurre la acción (en plena Gran Guerra) es crucial, en el sanatorio (como en Los Molinos) parece que el mundo exterior se para y que todo se convierte en anacrónico.
Hablo de esto porque hoy el tratamiento protocolario para estas enfermedades ha cambiado completamente y aunque se utilizan los mismos fármacos que en nuestra época ya no se considera necesaria la estancia en estos grandes centros hospitalarios.
Los sanatorios antituberculosos han ido quedando en el olvido, convertidos en espacios míticos, mágicos e incluso románticos, propios del Siglo XIX o principios del XX y que la gente hoy no puede ni imaginarlos.
Llegada al Sanatorio
Llegué a Los Molinos con una tuberculosis pulmonar y un derrame pleural lateral que, aunque no era grave, no remitía.
A mí no me derivaron, por lo que todos los trámites para el traslado dependieron exclusivamente de mi madre que, acertadamente, lo solicitó.
Gracias a ella, a los médicos (Francisco González Carrasco, Álvaro Laín, Gerardo Jaqueti), a los cuidados de todo el equipo y al aire puro me curé, pero no sin antes pasar por una pleusectomía que, como le ocurrió a mi amigo José Luis, complicó mi enfermedad.
Mis experiencias allí las obtuve de los dos edificios.
La Residencia de mujeres
Primero me internaron en la Residencia de mujeres donde me dieron una habitación del tercer piso, creo que la número 35.
Estaba al lado de Ana Mari, una encantadora anciana con un montón de problemas que no salía de la habitación y a la que yo llevaba siempre chocolate.
Recuerdo a Doña Ramona (al principio del pasillo) que estaba muy delgada y enferma del corazón.
A Lolita y Obdulia, que estaban en el segundo piso, llegaron enfermas del pulmón y que por motivos que desconozco se quedaron allí.
Había dos chicas de Ferrol y pronto llegaron dos más, una también de Ferrol y otra de Canarias: Elena, Dolores, Susy y Pino.
El ambiente era bueno entre nosotras, jóvenes y mayores, y aunque el edificio estaba en buen estado, a mi parecer era muy inferior al edificio grande.
La Residencia de mujeres no había sido rehabilitada y los baños estaban en los pasillos desde la época en que fue dormitorio para médicos, pero aún así teníamos bastante intimidad.
A partir de la hora de la cena nos quedábamos solas (maravilloso) y la Residencia se convertía en nuestro imperio: nos acostábamos cuando nos daba la gana y nos pasábamos de habitación en habitación con total libertad.
Con el buen tiempo tumbarme en la terraza en mi chaise-longue frente a unos cipreses que nunca olvidaré, respirando el aire limpio y escuchando ese leve sonido en el silencio me reconfortaba, generándome un estado de placidez muy particular.
Solía poner música clásica por las noches porque se percibían todos los detalles, hasta los más sutiles, mientras que por el día escuchaba a Jethro Tull.
Cada vez que suena Thick as a brick me vuelven de golpe todas esas sensaciones.
Los primeros tiempos, en la residencia, no voy a negar que estaba continuamente quejándome y protestando porque por aquel entonces y desde mi perspectiva de cría yo no quería estar allí.
Luego, con los permisos para pasear, creo que lo primero que hice fue atacar ferozmente a unos cerezos repletos que se encontraban justo al salir de la fachada principal y que tenían unas cerezas deliciosas.
El edificio principal
Como solían hacer con todos los enfermos aquel verano de 1980 me dejaron irme a pasar unos días a mi casa de Ferrol con mi familia.
Por desgracia, al volver, mi pleura no había evolucionado de la forma esperada y me trasladaron desde la residencia de mujeres al edificio grande.
A partir de entonces me experiencia cambió: el lugar era diferente, tenía un interior más moderno y mucho más nuevo, lleno de personal, de enfermos y mucho más lujoso.
Y fue allí donde me encontré con mi amigo José Luis.
Mi habitación estaba en la segunda planta, que, según recuerdo, era la mejor, con baños en cada habitación y movimiento de día y de noche.
Allí estábamos más controlados, pero ya éramos como una gran familia y aunque con ciertas limitaciones, podíamos hacer todo lo que queríamos.
¡Me acuerdo tanto de Juliana y de Sor Ascensión!... ¡Cómo las llegué a querer!
Sor Ascensión me preparaba unas ensaladas de tomate que me sabían a gloria.
Me tenían y me sentía allí como una princesita porque, además, era la única chica.
¡Recuerdo tanta solidaridad!... Cuando me operaron todos quisieron colaborar para que estuviera más a gusto.
Un viejecito encantador (Luis, creo) me trajo su televisión pequeñita roja para entretenerme y todo el que podía ayudaba en algo para que pasáramos el trago lo mejor que pudiésemos.
No cabe duda de que algunos momentos fueron duros, pero con el transcurso del tiempo y observando la sociedad en la que estamos ahora, se me ocurre que no es extraño que los que hemos vivido aquello comparemos y recordemos esos tiempos entrañables e incluso sublimes por momentos.
Ahora sabemos que aquellos lugares de reposo quedaron obsoletos.
Forman parte de la historia, son historia.
Y para mí, mirando tiempo atrás con la madurez de hoy, el haber vivido en uno de ellos aquella experiencia me parece un regalo del cielo.
Me encanta poder llevarlo en mi recuerdo.
Dedicado con todo mi cariño a todos lo que han formado parte del Sanatorio de Marina Los Molinos.
Este ha sido el relato de Begoña (o Clawdia Chauchat, como podemos encontrarla en las redes sociales) y con él cerramos las narraciones de algunos pacientes de ente los centenares que vivieron, se curaron y encontraron a una segunda familia a lo largo de la historia de aquel Sanatorio con mayúsculas que estuvo en la localidad de Los Molinos.
La quinta y última entrada estará protagonizada por uno de sus trabajadores, piezas clave para que hoy tantísima gente añore aquel lugar.
Texto y fotografías personales: Clawdia Chauchat
Texto adicional/corrección: Tomás Ruiz
Fotografías: Daphneé García y Tomás Ruiz (exceptuando las cedidas, cuyo autor o procedencia está escrito en la propia foto)