Revista Cultura y Ocio
Pocos años fueron más dramáticos que los cincuenta primeros del siglo XVII, en los que Europa, dividida en sectas y retada por la amenaza externa de los turcos, se disputaba su propia supervivencia. Pasado este ecuador y conquistado en la Paz de Westfalia el cuestionable hito de una tolerancia inarmónica -tolerancia sin reconciliación cristiana, puramente jurídica- la senda es descendente. Con la pérdida de hegemonía por parte de la Iglesia y la acción corrosiva de los ideales de la Ilustración triunfan el desengaño, el cinismo y el plebeyismo en la intelectualidad europea.
El clasicismo es frívolo, y el romanticismo patético. Ambos están muy lejos de la pureza y elevación del primer Barroco y del medio, pues en el tardío el agotamiento de recursos y la decadencia estilística empiezan a hacerse evidentes.
El Barroco fue un momento de gran tensión espiritual, lo que se refleja en las formas artísticas que produjo, muy especialmente en la música. Cuando esta tensión se relaja, el genio se dispersa y se hace extraño (Mozart es la única figura sobresaliente de todo el clasicismo), ya que el arte es percibido como un recreo del espíritu antes que como una vía para su edificación.
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