Revista Cultura y Ocio

Sandra McPherson (1943): Banderolas

Por Fruela

Las mujeres que se van me dicen que están contentas. Pero mi amiga, arrodillada conmigo, es la única
que aún sigue viviendo sola, y tiene cinco casas, una en tierra inclinada hacia un «brazo de mar»,
índigo y plata, joven salmón nervioso que ataca bancos de anchoas.
El mar que oscila, esta mañana de agosto, nadador asombroso desde el pulgar del puerto, recostado en gorgonias afelpadas, expulsando despacio en sus corrientes la red de tentáculos.
Hemos caído hasta los codos.
   Recuerdo inviernos aquí,    escarcha en el muelle,    tanta como pudieras segar;    un barco exhausto,
   el Barbarroja,    achicando sentinas de agua,    día entero, oscuro entero,
   agua que lo hizo    hundirse adentro,    afuera la luz flotando.
   Podías rozar su amarra    y acercar el gran navío.
Y esta cyanea es tan grande como nuestras hijas, tan larga como el viejo velo nupcial de mi amiga
(yo llevo bufanda) pereciendo bajo lanas en el baúl de un barco durante un viaje de buhardilla.
El resto del conjunto, importación de España: volantes en escalas, corpiño floreado y bolero, casi todo de un tono salmón-sandía-gamba
o melocotón-jengibre; labios y gónadas hundidos en una falda festoneada en ocho engarces,
equilibrada por ropalio cristalino. Así es la moda.
   «Las mujeres rara vez    me han atraído»,    dijo Sherlock Holmes en «La melena de león»,    «pues mi cerebro gobernó siempre mi alma -
   pero cuando contemplé    la fina perfección de su rostro,    con la frescura suave de los acantilados    en su delicado colorido,
   comprendí que ningún joven podrá encontrarla sin ser lacerado».
   Ah, amigo,    no sólo debemos lacerar,    también conocer los remedios:
   Amoniaco, vinagre o sazonador,    zumo de papaya, gasolina, aceite,    agua de mar (pero no fría).
   Aparta los tentáculos usando un guante,    aplica harina, levadura,    jabón de baño.
   Ven al mar con esto.    Después raspa.
Y aun así su clara cabeza de Orrefors inmaculados…
Dilatación, contracción.
¿Recuerdas aún el día de nuestras depresiones iguales? Mi esposo llamaba una y otra vez, te escuchaba y luego a mí, incapaz de sincronizar nuestras llamadas.
Nos describió una a la otra. Después fuimos de pesca. Navegó entre las melenas de león,
repelido, maldecido –no puedes tocarlas, ni arrancarles un solo hilo–
y llevó a otro lugar su bote, hacia otras bestias, focas, frailecillos, mielgas
alejándose a mordiscos de la caza, pericia, éxito y hambre.
Tú yo y estábamos juntas a cierta profundidad, a millas de allí, eso dijo,
sirvió de algo.
   Ahora, quizá, hemos comenzado la migración    (si estuviera aquí nuestro tercer amigo,    y el cuarto…)
La mujer del Centro de Ciencias Marinas recibe a estas medusas en el calor de cada agosto, extiende sus brazos para explicar
qué grandes son las que ha visto. Por ahora brazos y rodillas no aguantan
la congelación, sino esta centrada calma, una concentración en el pulso
que no es piedra ni vuelve piedra a nadie que se pare a contemplarla.
Y ella se recuesta, saludando, ante su puerta, a cada corriente, esas banderolas, esos huevos fatigados y tóxicos, pero estriados, fruncidos, pastoreados sin brazos, como transparentes panecillos de viernes santo.
Nuestro cabello pende sobre el puerto, sus tentáculos, ocho-cientos, nove-cientos, sacándonos de la roca,
relajándose, flexionándose. Ella no paraliza,
no tiene partes duras y está completamente sola.
Traducción de Fruela Fernández

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