Valdemar Veracruz se acercaba a la puerta del granero cuando vio salir del mismo a Bonnechance. —¿Le habéis encontrado?—preguntó. Y, como Bonnechance no le respondiera, insistió: —¿Está muerto? Bonnechance por fin respondió. Lo hizo con un chillido horrísono, uno cuyo sonido bastaba para helar la sangre en las venas. Eso me pasó a mí, que en aquellos momentos estaba saliendo del pozo y subía por la escalera.
El chillido puso en guardia a Veracruz, quien alzó su revólver de plata. Además, estaba ya a suficiente distancia como para ver que los ojos de Bonnechance se habían convertido en dos esferas negras. Al ver cómo Veracruz le apuntaba, Bonnechance alzó su revólver y disparó. Veracruz, que ya estaba sobre aviso, se tiró al suelo de lado y rodó sobre sí mismo hasta poder refugiarse tras un abrevadero. Lo hizo sin dejar de disparar su revólver contra Bonnechance. Y le hubiera alcanzado todas las veces, pues tenía una puntería asombrosa… si no fuera porque las balas se fundían en el aire antes de llegar a su destino, y caían al suelo convertidas en una gota de plata derretida. Bonnechance siguió disparando contra Veracruz, pero al convertirse en lo que fuera que se había convertido había perdido puntería y agilidad. Se movía con cierta lentitud y cierta torpeza, supongo que porque la cosa que había usurpado su cuerpo aún no se había acostumbrado a utilizarlo. Gracias a ello, el Padre lograba evitar con facilidad sus disparos. Frustrado, Bonnechancesiguió disparando contra el abrevadero tras el que se parapetaba Veracruz, hasta que vació el tambor de su colt. Entonces lo tiró al suelo, con furia. Alzó los brazos y pronunció una incomprensible letanía, con aquella voz que sonaba como si alguien te estuviera rascando la membrana del tímpano con la punta de las uñas. Dijo algo así como: —OGTHROD AI'F GEB'L-EE'H YOG-SOTHOTH 'NGAH'NG AI'Y ZHRO. Y lo repitió varias veces. Entonces se oyó un trueno, largo y retumbante. Y sobre nuestras cabezas, en el cielo, a una velocidad por completo antinatural, empezó a formarse una gran nube negra, exactamente igual a aquella bajo cuya sombra había estado el pueblo de Transilvania, y todo el valle, durante tantos años. Pensé que era esa misma magia la que debía haber empleado el Comodoro para crearla. No llovió, pero en el terreno entre el granero y el establo la tierra se abrió, por algunos lugares, y de ahí emergieron unas manos esqueléticas, engarfiadas hacia el cielo. Tras las manos, salió a la superficie el resto de los cuerpos. Decenas de cadáveres que habían enterrado ahí, en tumbas sin lápida, desde vete a saber cuánto tiempo, volvieron a la vida, o a una cierta forma de vida, se levantaron sobre sus piernas y, tambaleantes, se pusieron a caminar hacia Veracruz. Este les disparó. Las balas perforaron sus torsos resecos sin provocarles más daño que levantar, como consecuencia del impacto, nubecillas de polvo. Los cadáveres seguían avanzando, impertérritos. Alguno de los balazos de Veracruz hizo que algún que otro brazo reseco se desprendiera como una rama muerta, pero eso no parecía afectar a su propietario. Sólo cuando la bala alcanzaba algún cráneo, y éste estallaba exactamente igual a como lo hace una vasija de barro, el cuerpo al que había pertenecido dejaba de caminar y se desmoronaba, produciendo una nubecilla de polvo y un rumor como de ramas rotas. A aquellos cadáveres antiguos se unieron los cuerpos más frescos de los guerreros perro a los que nos habíamos enfrentado cuando llegamos al rancho. Los veía avanzar por el camino de entrada al rancho, tambaleantes e inexpresivos, con los ojos vidriosos y la expresión vacía. También los esqueletos secados al sol de los caballos y las mulas de las caravanas habían cobrado vida, y avanzaban hacia Veracruz. Yo atisbaba la escena desde la puerta del granero. Bonnechance, o la criatura que había sido Bonnechance, no reparaba en mi presencia, porque estaba a sus espaldas. Hasta que oí a las mías un ruido, y vi que del pozo surgían, devueltos a la vida, los cadáveres encadenados que habíamos encontrado en el interior de la galería subterránea. Y se acercaban a mí con su paso renqueante. Salí corriendo del granero. Tuve que esquivar a varios de aquellos cadáveres vueltos a la vida, pero por suerte eran lentos y torpes. Veracruz, sin dejar de disparar, había retrocedido hasta el depósito de agua elevado. No había nadie que se interpusiera en su camino en esa dirección. Le seguí. Ambos subimos por la escalerilla, hasta la barandilla superior, que rodeaba el depósito. Según parecía, a aquellas criaturas no les quedaba seso suficiente como para saber en qué forma se subían las escaleras, porque no lo intentaron. Pero se apelotonaron en la base del depósito de agua, y alzaban sus brazos hacia nosotros. Estábamos momentáneamente a salvo, pero atrapados como ratas en una trampa de jaula, sin ninguna ruta de escape. Pero yo sabía lo que tenía que hacer. De alguna manera, Lobo Gris me lo había dicho. Empuñé la lanza, la elevé sobre mi cabeza y canté una canción que no sabía que sabía, en una lengua que ignoraba: la canción de la danza de la lluvia. Y de pronto volvió a tronar, pero esta vez un relámpago rasgó de luz las nubes negras. Y luego otro, y otro más.Y todos aquellos seres se detuvieron y miraron, fascinados, los estallidos de luz en el cielo. La criatura que antes había sido Bonnechance chilló, y su chillido era inarticulado pero su tono denotaba rabia, una rabia infinita. Yo seguí cantando. Y la lluvia empezó a caer. No me preguntéis cómo era la tonada de la canción ni qué decía la letra, porque lo ignoro. Pero entonces, en aquel momento, lo sabía. Y a la luz de los relámpagos los volví a ver, cabalgando hacia nosotros, visibles en el instante en que la luz destellaba, invisibles al instante siguiente. Eran, una vez más, los espíritus de los antiguos jefes tribales, que descendían a la tierra con la lluvia, y cabalgaban hacia la batalla en el plano intermedio entre la realidad y el mundo espiritual. Los espíritus atacaron a la horda de cadáveres vueltos a la vida con flechas, lanzas y tomahawks. Cada vez que alcanzaban a alguien con uno de sus golpes, éste se fragmentaba y caía al suelo desmadejado, convertido en un montón de huesos dispersos. Yo seguía cantando, no podía parar. O, mejor dicho, algo en mi interior me decía que no debía parar. Mientras cantaba, vi a la criatura que había sido Bonnechance retorcerse de rabia, y chillar con furia. Alzó las manos por encima de su cabeza, quizá preparándose a lanzar contra nosotros algún tipo de conjuro. Pero entonces un rayo cayó sobre el granero, y éste se derrumbó. Fue una explosión tan violenta, que pensé que el rayo habría alcanzado alguna de las cajas de dinamita. Luego descubriría que no fue así. El granero se desmoronó entre una nube de polvo, paja y astillas. Y de esa nube vi alzarse a Lobo Gris. Medía más de doce pies, llevaba antiguas ropas de ceremonia y pinturas de guerra, e iba tocado con un gran penacho de plumas de águila. Era joven e imponente, lucía un torso amplio y unos brazos musculados. Pero, de alguna manera, no sé cómo, nada más verle supe que era el mismo anciano menudo y arrugado que yo conocía. O, mejor dicho, su espíritu, porque, como el resto de los espíritus, sólo era visible cuando lo iluminaba un relámpago. Aquel gigante majestuoso alzó un brazo y me dio una orden silenciosa. Obedeciéndole, tiré la lanza individual en su dirección. Él la cazó al vuelo, y la lanzó, a su vez, en dirección a Bonnechance.La lanza atravesó su cuerpo limpiamente, y al salir por el otro lado y clavarse en el suelo, llevaba ensartado un amasijo informe y rebullente de tentáculos negros, líquidos, cubiertos por globos oculares de mirada maligna y perforados por bocas abiertas que exhibían dientes amarillentos y leguas sonrosadas y aullaban como una jauría de lobos diabólicos. El espíritu de Lobo Gris se acercó, desclavó la lanza del suelo, con la diabólica criatura aún ensartada en ella, y sin hacer caso de sus aullidos y sus golpes, volvió con ella en el granero y saltó con ella dentro del pozo, ahora visible desde donde estábamos, ya que el granero había desaparecido. Al poco, oímos un trueno que no venía del cielo, y la tierra tembló, por unos segundos.Veracruz y yo bajamos del depósito de agua y nos aproximamos a donde yacía, inmóvil, el cuerpo de Bonnechance. En un primer momento creí que había muerto, pero no, aún respiraba. La lanza con la que le había atravesado el espíritu de Lobo Gris no había dejado ninguna herida en su cuerpo. Ni siquiera había rasgado sus ropas. Veracruz abofeteó a Bonnechance, con lo que consiguió que despertara. Bonnechance se incorporó hasta quedar sentado, y miró a su alrededor con desconcierto. —¿Qué ha pasado? ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿De dónde han salido todos esos cadáveres?—preguntó. —Es un poco largo de contar—respondió Veracruz. Había dejado de llover. La nube negra que nos cubría se estaba disipando, y por sus huecos asomaban las estrellas de la noche, y una gran luna color rojo sangre. Capítulo final: