Aunque criado en el pragmatismo soy hijo de mi tiempo. Siento esa urgencia posmoderna de que cada instante ha de ser productivo y el resto, significativo. Culpo tanto a Hollywood como a Twitter y a Spotify de la necesidad de marcar los acontecimientos clave con hitos de fuego. Esta escena de película, este párrafo de libro, esta puesta de sol, este verso me recuerda el olor de tu pelo aquel día que me mandaste a la mierda. Y que todo ocurra, realismo mágico mediante, en el momento adecuado, sin que sepas cómo: "cuando ocurra, lo sabrás". No, señores, no. Esta ansia no se corresponde con mi realidad. Yo he vivido mis 44 años como el conductor borracho que solo se entera del accidente cuando despierta en el hospital y entre la policía y su fragmentada memoria reconstruyen los hechos.
Así, obviamente, llegó abril pasado, mes en que en mi humilde hogar cantamos ¡Vástago! A mí me pilló en bragas. A la santa madre no, de nuevo por motivos obvios. Con el crío en brazos, aunque solo fui consciente después, ya pensaba si no me estaría perdiendo algo. Este momento, ¿cómo lo recordaré? (como si fuera necesario algo más, jodíos posmodernos).
Y sin embargo un milagro ocurrió. Una amiga, con apellido de santo, escribió un whatsapp para felicitarnos: "Justo cuando recibí la noticia estaba escuchando esta canción, y me pareció que era perfecta para ese niño que acaba de nacer". Porque a los enemigos hay que tenerlos cerca, pero a los buenos amigos no hay que soltarlos jamás. Una canción fresca, ligera, como un recién nacido en Barcelona (català y ukelele) al que crees, esperas, que nada, nunca le va a ir mal. Una letra que puede significar mil cosas, entre ellas justo la que tú necesitas ( Vols gelat de menta? Les finestres semblen de paper mullat). Y la certeza de que esta sensación de posmodernidad no me abandonará jamás. No al menos mientras llore de emoción cada vez que escucho Bicicletes, de Blaumut.