Llegó el día grande y una multitud se llegó a las puertas del castillo
con los aperos de labranza en las manos gritando: ¡Gonzalbo! ¡ocupa tú
el lugar del cerdo, Gonzalbo!
—Mi señor, reconsideradlo, el pueblo sufre y pasa hambre.
—Decidme, ¿alimenta en algo a nuestro pueblo apalear un cerdo para
después arrojarlo por un risco en honor a nuestra santísima patrona?
—Sin duda no, mi señor, pero el alma también necesita de alimento.
—Me servís bien, mi buen Lorien, como a mi padre antes que a mí. Bajaré ahora. Abrid las puertas.
Con las manos juntas en el regazo bajó el conde Gonzalbo las
escaleras de piedra y salió del castillo para hablar a sus gentes:
—He rezado toda la noche por vosotros y el señor me ha iluminado con su
eterna sabiduría. He de restablecer y por ello restablezco el rito del
apaleamiento. – La muchedumbre gritó alabanzas – Pero hay una condición:
si el cerdo llega vivo al risco, yo mismo os serviré de comer de él en
un banquete que inauguraré esta misma noche en honor a nuestra justa y
santa, Santa Jacinta, y a cuya mesa podrá sentarse quien así lo deseare,
vecino de esta nuestra solemne villa. – la gente calló y se miró
perpleja. Después alguien dijo:
—Y ¿qué pasa si el cerdo no llega vivo al risco?
—Entonces todos los cerdos serán sacrificados hoy para mayor gloria de Santa Jacinta, pues así lo quiere Dios nuestro señor.
Los manifestantes se disolvieron en un murmullo que fue apagándose con la distancia.
—Mi señor, el pueblo le espera.
—Así es, Lorien. Mi cuchillo.
Texto: Jose Francisco Artigas