SANTA ROSA DE LIMA
EN EL CUARTO CENTENARIO DE SU TRÁNSITO AL CIELO
P. Tomás Morales, SJ
Lima 20 2017
PRESENTACIÓN
-¿Quiénes son los santos?- preguntó un monseñor a los niños de primera comunión.
- Uno de los niños se sintió obligado a responder y mirando al "santo"
del vitral, respondió al instante:
- Son los que dejan pasar la luz.
Monseñor Jaramillo se sorprendió ante respuesta tan "casual". Sí, los
santos son aquellos seres humanos que transparentan la luz de Dios.
Es lo que representa el hermoso vitral de la basílica de María
Auxiliadora de Lima. Rodeando el sol incaico y los símbolos patrios,
los cinco santos representan el fruto más maduro del catolicismo en
Perú. Nadie como ellos ha dejado pasar tanta luz y tanto calor del
Cielo para vivificar nuestra Tierra. Por ello, nadie como ellos ha
elevado tan alta la mirada ara convertir nuestro suelo en cielo.
Al conmemorar el IV centenario de la entrada en la eternidad del P.
Tomás Morales, el 24 de agosto de 1617, aquí, en Perú, tierra de
santos, nos ha parecido oportuno compartirles la semblanza dedicada
por el Siervo de Dios a Santa Rosa.
Pedimos al Señor de los Milagros y a Nuestra Señora de la
Evangelización que sepamos vivir a la altura que nuestra Iglesia
demanda, empleando todas nuestras fuerzas en la apasionante tarea de
evangelizar.
- Santa Rosa de Lima, virgen
La más extraordinaria epopeya de la historia humana fue realizada en
menos de veinte años. Esos son los que se suceden desde 1519, Cortés
en Méjico, hasta 1536, Pizarro en el Perú. Heroísmo, decisión, coraje
y tenacidad inquebrantables, en-cendidos y avivados por la fe en
Cristo en descubri¬dores y misioneros, explican "el mayor milagro de
los tiempos", como apunta un historiador.
Balance, pues, impresionante. Menos de medio siglo desde el
descubrimiento de Colón hasta rema¬tar la conquista de América. Pero
faltaba el más portentoso prodigio. La santidad no había florecido en
las tierras vírgenes del Nuevo Continente.
Sto. Toribio Alfonso de Mogrovejo, la mayor lumbrera del episcopado
del Nuevo Mundo y S. Francisco Solano, el taumaturgo y misionero más
destacado de los tiempos coloniales, entre muchos otros, eran oriundos
del Viejo Mundo, aunque se habían santificado más allá del Atlántico.
España, país de eterna cruzada, azotada por un huracán bíblico durante
ocho siglos de reconquis¬ta, se estremece en afán misionero y
descubridor. Sembrará las primeras y vigorosas semillas de san¬tidad
indígena en América. Criollos y mestizos se lanzarán también a ella
arrastrando un enjambre de seguidores.
Felipe de Jesús, Mariana de Jesús y Rosa de Lima son los pioneros.
Felipe, franciscano que ardiendo en amor seráfico, será protomártir
del Japón, muriendo crucificado en 1597; Mariana, "azucena de Quito",
retoño de la espiritualidad ignaciana; y Rosa, gloria de la Orden
dominicana.
"Parece una rosa"
El siglo XVI iba a alcanzar su punto medio, cuando en 1548 Gaspar
Flores, nacido en Puerto Rico, se avecina en Lima, doce años después
de que Pizarro someta a los Incas. Perdida en las lejanías del Perú
colonial, la ciudad le recibe aco¬gedora. Envuelta en su cendal de
niebla y oreada por la brisa del Pacífico, sus encantos le fascinan.
Andrés Hurtado de Mendoza es el virrey, y le hace arcabucero en la
guardia de su palacio. Nueve años después, en 1557, España triunfa de
los franceses en S. Quintín, y Gaspar celebra bodas con una limeña,
María de Oliva.
Maria, en el Proceso de canonización de su hija, nos dice que tuvieron
trece hijos. Los nombres de algunos que debieron morir muy pronto, los
ignoramos. Rosa es la cuarta de los supervivientes.
1586 es el año en que se remata la cúpula de S. Pedro de Roma, y nace
en Lima, el 20 de abril, siendo papa Sixto V la santa adalid y
protectora le América. "No le podía faltar a la ciudad de los Reyes
-dice Clemente X al canonizarla- la estre¬lla luminosa que guiará
hacia Cristo, Señor y Rey le reyes".
En la parroquia de S. Sebastián la bautizan el 25 de mayo, Domingo de
Pentecostés, y el Espíritu Santo se apodera de ella. La gracia
bau¬tismal que dormita durante mucho tiempo en )tros niños,
desencadena en Rosa el dinamismo prodigioso que la lleva, como
Teresita a los tres años, "a no negar nada a Dios". Isabel es el
nom-bre que, en recuerdo de su abuela, le dan al cris¬tianarla, pero
no le durará mucho.
Las primeras en llamarla Rosa fueron la india Mariana, que muy joven
entró al servicio de Maria, y dos niñas que frecuentaban la casa. Un
día, al contemplarla en la cuna exclamaron: "¡Ay! ¡Qué linda es esta
niña! ¡Parece una rosa!". Acude a madre y orgullosa y satisfecha, dice
que bien merecía llamarse Rosa.
Rosa de Sta. María
El cambio de nombre encantó a todos menos a ella, pues creía que la
llamaban así aludiendo a su belleza. Prefería seguir llamándose
Isabel, y así lo manifestó siempre hasta los veinticinco años.
La madre nos cuenta que a esa edad, al volver de comulgar en Sto.
Domingo, le dijo alegre y decidida: "De aquí en adelante, sólo me
llamaré Rosa de Sta. María".
María no salía de su asombro. Le parecía un sueño este cambio de
actitud, y vencida por la curiosidad, le pregunta el motivo.
Rosa le refirió que se había confesado con un sacerdote distinto del
habitual. Al decirle que sentía desconsuelo -y amargura cuando la
llama¬ban Rosa, le replica lleno de admiración: "Vuestra alma ¿no es
una rosa en que se recrea Jesucristo?". Al acercarse a comulgar
entendió con claridad que la Virgen la recibía como suya y la llamaba
Rosa de Sta. María.
Melena tiznada que habla
Unos cinco años tenía cuando juega con Her¬nando, el hermano
preferido. Dos años le sacaba, y fue para ella lo que Rodrigo en
Ávila, setenta años antes había sido para Teresa de Jesús. En las
peripecias del juego le desordena y enloda la rubia y sedosa melena
que tanto le ilusionaba. Se enfada al verla tiznada y revuelta, y
rompe en llanto.
Hernando se acerca y acariciándola, la consue¬la: "Si supieras que por
melenas y trenzas están muchas almas en el infierno, no llorarías".
Hace, sin saberlo, de predicador. La coquetería de la mujer arrastra a
la impureza al hombre que la mira. No es de estuco y tiene pecado
original. Su hermano le descubre lo que enseña la psicología
diferencial de sexos avalada por la experiencia, y que es válido
siempre. Se anticipaba dos siglos a S. Alfonso de Ligorio: "Por la
impureza, o al menos no sin ella, están reprobados cada uno de los que
se condenan".
Las palabras de Hernando fueron bomba atómica que pulverizó su
vanidad. Un relámpago en su alma de niña que decide sacrificar su
cabellera cortándose la melena. Un disgusto profundo le da a su madre,
pero corre a postrarse ante el Cruci¬fijo y le ofrece al Señor su
virginidad.
"¡Jesús sea bendito!"
Once años tiene y abandona Lima acompañan¬do a sus padres. Quive es un
villorrio distante sesenta kilómetros de la capital. En el valle del
río Chillón, que baja desde las alturas de Canta, le habían nombrado a
Gaspar administrador y guardián de unas obras que se realizaban en las
cercaní¬as. Es el año 1597, en que Suárez publica sus "Disputaciones
metafísicas". Han pasado nueve desde el desastre de la Armada
Invencible en el Canal de la Mancha y de las últimas pinceladas del
Greco en Toledo al "Entierro del conde de Orgaz".
El santo obispo Toribio de Mogrovejo gira entonces su visita pastoral;
la confirma. Ella sien¬te " la alegría de ser perfecta cristiana y de
recibir la fuerza para sufrir", como Sta. Teresa del Niño Jesús
(Historia de un alma, IV 62).
Esa fuerza la iba a necesitar en los cuatro años que permanece en
Quive; mientras se firmaba la
Paz de Vervins entre España y Francia, empezaba a gobernar los Países
Bajos Isabel Clara Eugenia, moría en El Escorial Felipe II y subía al
trono su hijo. Reuma pertinaz la inmoviliza, María le apli¬ca solícita
vendas calientes en brazos y piernas, y su cuerpo se cubre de
purulentas llagas.
La tiña despiadada ataca además su cabeza. Una fortaleza divina la
había endurecido y su delicia era padecer. Hacía de su vida altar de
un sacrificio de amor, y repetía: "¡Jesús sea bendito! ¡Jesús sea
conmigo!". Empezaba a aprender su súplica preferida, que ya no se
cansaría de repetir hasta la muerte.
"Linda costurera"
A los dieciséis años regresa de Quive, y mientras Shakespeare estrena
en Londres en 1602 Hamlet, ella permanece oculta en la casita de sus
padres en Lima.
Los agudos esquilones de la próxima iglesia del Hospital del Espíritu
Santo o de la Parroquia de S. Sebastián, no tenían que despertarla.
Madru¬gaba, y antes de oír el gorjeo bullicioso de los pájaros en el
jardín o el grave sonido de las cam¬panas de Sto. Domingo o S.
Agustín, estaba ya en pie elevando su corazón a Dios.
Unas diez horas al día dedicaba al trabajo. Muchos hermanos pequeños
tenía, y ayudaba a su madre en las faenas domésticas. La estrechez
econó¬mica en que vivían sus padres cargados d6 hijos, la impulsaba a
trabajar con incansable denuedo.
Madre y abuela fueron sus maestras. Le enseña¬ron no sólo a leer y
escribir, sino a manejar la aguja. "Linda costurera", la llamaba
María. Bordaba con primor día y noche. El dinero que sacaba y los
regalos que le hacían, nos asegura Hernando que se los entregaba a su
madre para mantener a la familia.
Una vida oculta con Cristo en Dios era la suya. Oraba su afanoso y
continuo trabajo. Le impresio¬naba el respeto y amor con que en la
Misa el sacerdote, después de la Comunión, recogía las menores
partículas de la Hostia, no por lo que parecían sino por ser presencia
de Cristo. Así ofre¬cía, llena de reverencia y fervor, los mil
detalles del quehacer cotidiano.
La actividad incesante hecha plegaria, la oración acompañada del
trabajo, no le bastaban. Suspiraba por la oración solitaria para gozar
mayor intimi¬dad con Dios. Una ermita se construye en su jar¬dín, y en
el cuarto en que vive instala una recama¬ra que la mantiene más
alejada de los suyos. En las horas que pasaba allí entendía mejor las
palabras que Jesús dijo a Catalina de Siena: "Yo estoy en tu corazón.
Haz allí tu oratorio. En él me puedes encontrar de día y de noche".
Bodas ilusorias
María naufragaba siempre en apuros económicos y veía en la belleza de
Rosa la estrella salvado¬ra. La estirpe hispánica de sus padres
contribuía a realzar su hermosura, pues la santa era criolla, no
mestiza. En alas de la imaginación volaba su madre proyectando
partidos maravillosos y ofre¬ciéndole excelentes bodas. Rosa se
mantenía fiel al Espíritu Divino con el cual se había desposado.
Delicada y sensible, el impulso a agradar lo sentía con mayor viveza
que muchas mujeres, pero triunfa de él orientándolo hacia Dios. Tenaz
empeño puso en marchitar su belleza con peni¬tencias y
mortificaciones, controladas siempre por sus directores dominicos o
jesuitas. Las palabras que S. Ambrosio pone en labios de Sta. Inés,
las repetía a menudo: "Perezca el cuerpo que podría deleitar a unos
ojos que no son los de mi Amado". Su madre no llegó nunca a comprender
su desti¬no, obsesionada como estaba por el deseo de casar¬la. El
retraimiento en que vivía, su desprecio a los halagos del mundo y su
afán de penitencia, moti¬varon con frecuencia la maltratase de palabra
y de obra. María misma confiesa en el Proceso que algu¬nas veces, por
no querer ataviarse, golpeaba sus espaldas con una vara de membrillo.
El corazón de Rosa sangraba, pero su paciencia invicta permane¬cía
fiel a Jesucristo, y acabó triunfando.
En el mundo pero para Dios
El Señor no la había escogido para florecer bajo las arcadas de un
claustro. La quería en la calle permaneciendo laica, para que el aroma
de sus virtudes convirtiese corazones. Su vida silenciosa y escondida,
se deslizaría en el mundo como el arroyo que corre oculto bajo el
prado sin dejar apenas sentir su murmullo.
Desde muy niña parece que vistió hábito fran¬ciscano hasta los veinte
años. Cuando cumplió diecinueve se funda en Lima el monasterio de Sta.
Clara, y confesores y amigos le aconsejan ingresar. Rosa, tan
obediente siempre a sus directores, pre¬fiere pensarlo y consulta con
cuatro religiosos. La discrepancia entre ellos la toma como señal del
cielo, y no da el paso.
Nuevo intento de abandonar el mundo, pero Dios se interpone. Se
dirigía con un hermano para ingresar en el convento de la Encarnación,
y antes entra en Sto. Domingo. Se postra ante la Virgen del Rosario
pidiendo la ilumine. Su hermano se impacienta y quiere ayudarla a
levantarse. No puede hasta que, mirando a María, siente que no agrada
a Dios hacerse monja.
Hijas y discípulas
El ejemplo de Sta. Catalina, su santa favorita, la inclina cada vez
más a integrarse como laica en la Orden Tercera Dominicana. Veinte
años tiene cuando lo hace el 10 de agosto de 1606, meses después de
que Cervantes publique la primera parte de El Quijote.
La virginidad en el mundo siempre atrae maripo¬sas que prefieren amar
a enlodarse. Muchas jóvenes empiezan a revolotear en torno a Rosa, y
se repite en Lima lo sucedido en Siena dos siglos y medio antes. El
encanto de la virginidad y paciencia de la santa acercaba irresistible
a las que querían ser "buen olor de Cristo para Dios Padre" (cf. 2 Cor
2,15).
Las nuevas "mantelatas" peruanas vivían el Evangelio íntegro en la
calle. Limpias de egoísmo se forjaban en pureza y generosidad, para
ser en su día madres ejemplares o permanecer en el mundo vírgenes al
servicio de los demás.
Años después de la muerte de Rosa se funda en Lima el monasterio de
Sta. Catalina, e ingresan como monjas algunas de sus discípulas más
vetera¬nas. Es el primer cenobio de "Las Rosas", según el decir
popular. Enjambres sucesivos se irán despren¬diendo de él para crear
otros monasterios de "Rosas" en Santiago de Chile, Méjico y Guatemala.
"Si queréis encontrar a Rosa..."
El jardín de su casa era el sitio preferido para el coloquio con sus
amigas. La ermita o choza ador¬nada de imágenes de santos, entre
búcaros de rosas y plumas de brillante colorido, las cobijaba.
La naturaleza era para ella, como para Luis de Granada, "una carta que
su Amado le envía, y un largo proceso y testimonio de Su amor" (Guía
de pecadores). Un espejo en que veía a Dios y un horno que la abrasaba
en caridad. Una fascinante mariposa revoloteaba en su derredor hasta
que se posó en su mano. Era blanca y negra como el hábito y el manto
de las terciarias, y la santa cae en éxtasis de amor.
Rosa se sentía atraída por las flores y los jardi¬nes. Las flores
-pensaba- son sonrisas de Dios como las estrellas. Éstas se quedan en
el camino, pero las flores caen sobre la tierra. Unas a otras se
decían sus amigas: "Si queréis encontrar a Rosa, buscadla en el
jardín".
En su huerto había un rosal que cultivaba con cariño. Todos querían
rosas de aquel rosal cuyos pétalos cantaban como cuerdas de un arpa.
El quet¬zal, ruiseñor de América, era su mejor amigo. Todas las tardes
se posaba ante ella rasgando el aire con sus trinos, mientras agitaba
su larga y policro¬mada cola. La santa cogía el arpa, cantaba también
y el concierto se convertía en endecha deliciosa.
Regaba claveles y azucenas, cosía, bordaba y ayudaba a su madre y
hermanos cuanto podía, y mientras lo hacía, se escondía en su propia
nada haciéndose toda a Dios en silencio y sencillez. La expulsión de
los moriscos de España decretada por Felipe III, el telescopio de
Galileo recién inventado, la astronomía de Kepler, el asesinato de
Enrique IV, la subida al trono de Luis XIII, la regencia de María de
Medicis que se inicia, o el comienzo de la Guerra de los Treinta Años,
no tur¬baban la paz y soledad con que se ofrecía en el Nazaret de la
vida oculta.
Hospital improvisado
Al lado de su casa había una habitación desha¬bitada que se solía
alquilar, y la habilita para explayar su caridad para con los
necesitados. Un pequeño hospital improvisa y lleva a él enfermos
pobres. Ella y sus amigas les atendían con delica¬deza heroica.
La madre le daba unos metros de tela para ves¬tirse, y ella, al
enterarse de que dos amigas pobres tenían necesidad, se los entrega.
En el arrabal de S. Lázaro yace en el lecho una joven sin recursos.
Rosa la visita y se la trae a su hospital. La cuida de una enfermedad
repugnante hasta que sana después de cuatro meses. Los más infelices y
hara¬pientos esclavos recibían sus atenciones. La santa veía en todos
sus enfermos a Jesucristo, y con el mismo ardor con que le amaba, se
abrazaba tam¬bién a Sus miembros doloridos.
Precursora genial
Mucha mas compasión sentía por las almas, y, como su maestra Sta.
Catalina, se dolía ante los pecados deseando expiarlos. Abría a todos
sus brazos, consolaba sus pesares y los exhortaba al arrepentimiento.
Laica coherente con su Bautis¬mo, se siente prolongación del sacerdote
para acercar las almas, y muchos religiosos acuden a ella al sentirse
impotentes para convertirlas.
Los indios que permanecían en la idolatría la ins¬piraban gran
compasión, y animaba a los sacerdotes a ser sus misioneros. Costeaba,
con limosnas que reco¬gía, los estudios de sacerdotes jóvenes, siendo
así pio¬nera en la Obra de las Vocaciones. Nos dejó también con su
vida un esbozo de lo que sería, siglos adelante, La Obra de la
Propagación de la Fe.
"Se mi esposa"
Cinco meses antes de su muerte, el Domingo de Ramos de 1607, hacía
oración en la capilla de nuestra Señora del Rosario de la Iglesia de
Sto. Domingo. Era su retiro predilecto, y esperaba la avisasen el
comienzo de la bendición y procesión de Ramos. Se olvidaron de hacerlo
y llega tarde, pero al terminar la ceremonia vuelve a la capilla y
pide a la Virgen interceda por si ha ofendido a Dios con este
descuido. El Niño que tenía en sus brazos, volviéndose hacia ella, le
dice: "Rosa de mi corazón, sé mi esposa".
La santa, introducida sin darse cuenta en el "ameno huerto deseado, a
su sabor reposa", perci¬be "el toque delicado que a vida eterna sabe y
toda deuda paga" (Juan de la Cruz). Vuelta en sí, se acuerda de la
Virgen y dice: "He aquí, Señor, tu esclava. ¡Oh Rey de la majestad!
Tuya soy, y tuya seré para siempre".
Igual que el misterioso matrimonio de Sta. Catalina, cuando Jesús le
entregó en arras un ani¬llo invisible para todos y sólo visible para
ella; Rosa quería tener también su anillo que le recor¬dase el día de
su boda y se lo dijo a Hernando, quien se lo encargó a un platero.
El jueves Santo lo llevó a Sto. Domingo pi¬diéndole al sacristán lo
colocase en la urna en que el Santísimo Sacramento iba a ser expuesto.
La santa le veló hasta los Oficios del día siguiente como preparación
a su boda el Domingo de Pascua. El 26 de marzo, acabada la Misa
solemne, se celebró otra y el sacerdote, sin que nadie lo advirtiese
como deseaba ella, puso en sus dedos el anillo, símbolo del matrimonio
espiritual que anticipa a la tierra las bodas eternas.
"Su fiesta será día feliz"
Un impulso divino la empuja a abandonar a su familia el último mes de
su vida. El deseo de no hacer sufrir a los suyos y, sobre todo, el
anhelo ardiente de soledad en Dios, la deciden a fines de julio a
refugiarse en casa del Contador Gonzalo de la Maza. Un año antes de su
muerte le había dicho a María de Uzátegui, su esposa, que moriría en
su casa, que sólo ella la amortajase y que no le negase agua que
entonces le pediría.
Su partida se aproximaba y la presentía. María le preguntaba a menudo
por qué tenía predilec¬ción -por S. Bartolomé. "Madre -le respondía-,
porque su fiesta será día feliz para mí, pues el Divino Esposo me
llamará a las bodas".
Tres días antes de que la enfermedad arreciase obligándola a guardar
cama, fue a despedirse de sus padres. Antes de volver a la casa del
Contador, nos cuenta su madre que se retiró a la ermita del jardín, y
tañendo la vihuela, la oyó cantar emocionada: "¡Padre mío Domingo!
Antes de que muera, te pido por mi madre que sola queda".
"Aumentad el dolor..."
En el fondo de la casa del Contador, ocupaba Rosa una habitación en el
patio dedicado a los criados. Ella la había escogido para encontrarse
más sola.
El martes 1 de agosto a media noche, la oyen quejarse. Acuden y la
encuentran tendida sobre la tarima, bañada en sudor y con el pulso
trepidante. La trasladan a su pobre lecho, y María Uzátegui le
pregunta qué siente. La santa responde: "Las fati¬gas de la muerte".
Al decirle que llamarían al médico, responde que llamasen al del
cielo.
Una dolencia que la dejaba convulsa, exánime, temblorosa y que fue
enigma para los que la asis¬tían. Cinco días después amanece
paralítica de medio cuerpo y con fiebre más elevada. Afligida por la
sed, tiene que devorarla en silencio, pues los médicos le habían
prohibido beber. "Me pare¬ce -decía- como si pasasen por mi cuerpo un
hie¬rro candente, como si me atravesasen el corazón con una espada de
fuego". Pero añadió: "¡Señor, más y más, cúmplase Tu voluntad
adorable! Aumentad el dolor, pero aumentad más mi paciencia y vuestra
ayuda, pues sin ella nada puedo".
"¡Jesús sea conmigo!"
El 17 los dolores se agravan y ella canta: "¡Mi Dios, mi Jesús, mi
Esposo y mis amores! ¡Dadme dolores!". El 23 anuncia su tránsito a las
pocas horas: "Ya se acabó. ¡Hágase la divina voluntad!". Unas horas
antes de expirar ruega a Luisa Daza, su discípula, le cante algo del
Señor, y al compás de las suaves melodías de la vihuela, van pasando
las horas. Dan las doce en torres y campanarios, y en la noche
estrellada brilla en su rostro placidez de cielo. "¡Jesús, Jesús sea
conmigo!", dice al exhalar su último suspiro a los treinta y un años.
El pincel de Tiépolo nos ha legado su retrato. "La Virgen gloriosa con
Sta. Rosa de Lima, Sta. Catalina de Siena y Sta. Inés de Monte
Pulciano". Es el título del óleo que pintó para la Iglesia de Sta.
María del Rosario de Venecia. Figuras en aparente desorden, como suele
hacerlo, pero una idea preside esta delicio¬sa pintura: la Madre de
Dios, irradiando virginidad en las tres jóvenes. Dos, Rosa y Catalina,
laicas que no abandonaron el mundo. Una, Inés, encerrada en el
monasterio. Tres flores de un mismo jardín dominica¬no, tres retoños
de una misma Vid, la Iglesia santa.
BIBLIOGRAFÍA
N. Hansens, Vida de Sta. Rosa, Vergara 1949. Luccesini, Compendio de
la vida de Sta. Rosa.
P.. Vargas Ugarte, La flor de Lima, Lima 1986.