Daniel de Pablo Maroto, ocd
“La Santa” (Ávila)
Existe la creencia, no solo entre el pueblo, sino entre algunos intelectuales, de que los santos, especialmente los místicos, viven en un mundo de ilusiones, irreal, ensimismados en la Divinidad con sus éxtasis, visiones o locuciones, ajenos a lo que acontece en la vida de su alrededor. Pues bien, deben ser los místicos de religiones no cristianas, porque los “nuestros”, entre los que se encuentra santa Teresa de Jesús, su “experiencia” de que Dios existe y que actúa en ellos les induce a reformar la Iglesia y la sociedad de su tiempo. Más allá de los “fenómenos” psicosomáticos que experimentan algunos, son personas normales, integradas en la historia, en una vida entregada al servicio del prójimo.
Teresa de Jesús tuvo dos momentos cumbres de “experiencia “mística”, que ella define como “desposorio” y “matrimonio” espiritual, siguiendo una antigua tradición literaria. Se sitúa el primero en torno al año 1556, la “conversión definitiva”, cuando oyó en su interior: “Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles” (Vida, 24, 4-8). El tema lo expuso en las Moradas sextas. Y el “matrimonio”, noviembre del 1572, siendo priora de La Encarnación (Cuenta de conciencia 25, de EDE), tratado en las Moradas séptimas.
Su experiencia de la Divinidad la vivió en la interioridad, pero se manifestaba con frecuencia en “fenómenos” somáticos, los más visibles son los “éxtasis”, pero no pertenecen a la esencia del misticismo. Es la expresión más profunda de la capacidad amorosa del ser humano, la que llena los vacíos que pueden dejar el sufrimiento, las cruces sufridas. El modelo y el espejo en que se miran es el Crucificado Jesús del que los místicos se enamoran.
Vengamos a la propuesta del título. Este apasionado amor experimentado en la unión con Dios no solo no aliena a los místicos, sino que enriquece sus facultades mentales para entregar, con la misma pasión, la vida a sus hermanos los hombres. El ejemplo de santa Teresa elimina toda duda al respecto como conocen bien los lectores de sus Obras. Pocas personas místicas -ellas y ellos- han tenido una experiencia de la Divinidad tan profunda; y, al mismo tiempo, que se hayan integrado tanto en los quehaceres “materiales”, en los “negocios y dineros”, afirmando que lo “temporal” ayuda a lo “espiritual” (Visita de descalzas, 2 y 10). Como prueba de la integración en la vida, selecciono algunas de sus actuaciones.
Pido al lector que no pierda de vista que sus preocupaciones “materiales”, acciones y consejos se integran en su vivir cotidiano y que acontecen en sincronía con sus experiencias místicas más elevadas. Comencemos con su implicación en asuntos de su propia familia.
Por ejemplo, cuando su hermano Lorenzo pensó en volver a España desde Las Indias el año 1570, un viaje frustrado, se preocupó de que sus dos “niños” residieran en Ávila, mejor que en Toledo, para estudiar gramática en el colegio de los jesuitas; y después, si lo desean, en los dominicos de Santo Tomás, filosofía y teología (Carta a Lorenzo, de Toledo a Quito, 17-I-1570, n. 8). Intervino también en la búsqueda de un “paje”, como signo de señorío en Las Indias, que les acompañe en el colegio; pero juzga que no es conveniente el uso del “Don”, como parece que se acostumbraba en América por la categoría social de su padre.
Por otra parte, resulta curioso para un lector moderno ver a Teresa, monja de clausura y fundadora de conventos con fama de mística y santa, hacer el oficio de “casamentera” de su sobrino Francisco, primero con una joven de Segovia, sin éxito, y después sufriendo las impertinencias de la madre de su nueva esposa en Valladolid. Y, finalmente, tuvo que hacerse cargo de una niña, hija de una relación extramatrimonial de Lorenzo (hijo), joven “travieso” que marchó a América en busca de la fortuna de su padre, y Teresa se ocupa de ella pero le dice que envíe dineros para su alimentación hasta ver qué dispone Dios en el futuro.
También sorprendemos a nuestra Santa recomendando a los grandes de este mundo a algunas personas de su entorno familiar o de sus amistades. Por ejemplo, recomendó a su sobrino Gonzalo, hijo de su hermana Juana, como paje de compañía, nada más y nada menos que al duque de Alba, contactando primero con la mujer del secretario Juan de Albornoz y pidiendo la mediación de la misma duquesa (Carta a Doña Inés Nieto, (31-X-75, nn. 1-2). Entrañable, por puro agradecimiento, me parece la petición a don Álvaro de Mendoza, obispo de Ávila, para que conceda a don Gaspar Daza, mal consejero en sus primeras experiencias místicas, pero defensor de la comunidad de San José, una canonjía (Carta al mismo primeros de agosto, 157, n. 8).
También recomendó un “mozo” abulense a Hernando de Pantoja, prior de la cartuja de Sevilla. Le dice que no aguanta el duro invierno de Ávila y quisiera colocarse en la capital andaluza (Carta inicio 1579, n. 5). Y del mismo tenor es la recomendación que hace al P. Gracián para que traslade, si es elegido provincial en el capítulo de Alcalá de 1581, a Fray Juan de la Cruz desde Andalucía a Castilla porque “no puede sufrir aquella gente” (¡!); la petición no fue atendida (Carta 23-24-III-1581, n. 6).
Quedarían por reseñar el acudir a solucionar las necesidades materiales de sus amigos comportándose como una verdadera madre. Por no aumentar mucho estas páginas, recuerdo las recomendaciones que hace a su querido P. Gracián para que tenga cuidado de no caerse de las caballerías. Y lamenta que en una ocasión se cayó del “borrico” por caminar demasiado tiempo sin descansar; además, le pide que se ponga más ropa porque “hace ya frío” (Carta octubre 1575, nn. 8-9); y le avisa de “que no caiga en esos caminos”, los de Pastrana donde reside (Carta 220, 16-II-78, n. 1). Sospecha que el “machuelo” que utiliza no es bueno y que se compre uno mejor (Carta 4-X-80, n. 14). Y, por fin, hasta se preocupa de sus “frieras”, que define Sebastián de Cobarrubias como sabañones “que se hacen en los calcañales en tiempo de mucho frío” (Tesoro de la lengua Castellana o Española, p. 609).
Otro de sus amigos preferidos es el gran teólogo Domingo Báñez, que tanto le ayudó a discernir su espíritu y aprobó el libro de la Vida como juez inquisitorial. Pues bien, Teresa se preocupa de su salud, le duele “el mal de mi padre”, y sospecha que ha abusado de las penitencias en tiempo de adviento; y le pide a la priora de Valladolid que le mande “poner ropa a los pies”, y que “mire si trae harta ropa” (Carta a María Bautista, en Valladolid, 19-II-76, n. 8).
Para concluir, recordaría su constante preocupación de las enfermedades de sus hijas e hijos, de sus amigos y amigas, de sus penas y alegrías, sugiriendo remedios caseros para sus males como una consumada enfermera o doctora, apelando a los consejos recibidos de los especialistas o fiándose de su propia experiencia.
Y termino recordando una de sus preocupaciones más arduas y duraderas que sufrió la mística Teresa en la última etapa de su vida y que indica, una vez más, su integración en la vida de cada día: la defensa de su obra de fundadora, su Reforma del Carmelo en peligro de perecer atacada por los padres calzados con la colaboración del nuncio Felipe Sega. Para ello acudió, con respeto y atrevimiento, al mismísimo rey Felipe II, aconsejando a los frailes lo que tenían que hacer, principalmente pedir al Papa la concesión de una provincia independiente de los carmelitas de España. Fue la primera en proponer el remedio y lo consiguió.
Esta es santa Teresa, la excelsa mística, extasiada ante la Divinidad, pero pisando firmemente la tierra como “encarnada” en ella, modelo del humanismo cristiano.
ó